Bogotá (AFP) – Jesús Santrich, el exguerrillero de las FARC pedido en extradición por Estados Unidos, regresó a una cárcel de Bogotá, tras su polémico traslado a un centro eclesiástico donde terminó con su prolongada huelga de hambre.
De 51 años y con una aguda deficiencia visual, el exnegociador de paz y dirigente del ahora partido FARC fue llevado la noche del sábado a la cárcel de La Picota, en el sur de Bogotá, por decisión del gobierno, según un comunicado oficial.
Santrich, a quien la justicia estadounidense investiga por presunta conspiración para exportar cocaína, volvió a prisión tras ser valorado por los médicos, que descartaron «un estado de salud grave» tras el ayuno que cumplió por 41 días.
«Por tal razón, se determinó el traslado de Seuxis Paucias Hernández (nombre de pila de Santrich) a La Picota», justificó el ministerio de Justicia.
El exguerrillero, que forma parte de los 10 congresistas de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC) que deberán asumir el 20 de julio, como parte de los acuerdos de paz, fue capturado el 9 de abril.
Al día siguiente inició una huelga de hambre en protesta por lo que él y su movimiento consideran un montaje jurídico de Estados Unidos, que espera el visto bueno de Colombia para su extradición en un plazo indeterminado.
El deterioro físico de Santrich llevó a que el gobierno aceptara, por pedido de Naciones Unidas, su traslado temporal a un centro de acogida de la Iglesia católica, donde el exjefe rebelde aceptó deponer su protesta.
Firmado en noviembre de 2016, el pacto de paz concede beneficios jurídicos a quienes confiesen sus crímenes y reparen a las víctimas y prevé que ningún líder de la otrora guerrilla sea entregado a Estados Unidos por acciones ocurridas antes de esa fecha.
Sin embargo, en caso de que violen la ley después de la firma del acuerdo, los excombatientes perderán esas concesiones y serán sancionados por la justicia ordinaria.
Estados Unidos asegura que Santrich incurrió en delitos de narcotráfico después de la suscripción del acuerdo que condujo al desarme de unos 7.000 rebeldes y ha evitado unas 3.000 muertes al año.
Su caso ha puesto a prueba la ya difícil implementación de los compromisos de paz, y ha desatado temores de que excombatientes se sientan traicionados y puedan retomar las armas.