México (AFP) – El doctor Víctor Rosales se replanteó su vida cuando tuvo que informar a una paciente de covid-19 que su hija, de quien la separaban unas cuantas camas, acababa de morir por la misma enfermedad en un hospital de México.
«¿Estoy en el lugar correcto?», se preguntó el médico de 48 años tras dialogar con la madre, que se comunicaba con la joven de 19 años mediante cartas manuscritas y recados de las enfermeras.
Aunque Rosales nunca pensó en «tirar la toalla», las sucesivas tragedias y el «ya lo suponía» resignado de la mujer terminaron por quebrarlo.
«Tal vez era la gotita que necesitaba para decir ‘explota'», cuenta a la AFP en medio de camillas que van y vienen en el área de medicina interna del Hospital General de Ciudad de México.
Acostumbrado a que los pacientes le pregunten si van morir, el propio Rosales resultó infectado, pero logró recuperarse.
El continuo choque emocional, sumado a una dura carga de trabajo y la muerte de más de 800 médicos en casi ocho meses de pandemia del covid-19 tienen a muchos profesionales de la salud mexicanos bajo un estrés severo.
«Le llamamos a esto síndrome de ‘burnout’ (quemado), este desgaste profesional que tienen los médicos, particularmente expuestos a muchísimo estrés», explica la psicóloga Martha Páramo, quien trata a doctores en otro hospital de la capital.
Con 128 millones de habitantes, México es el cuarto país más enlutado en números absolutos por el nuevo coronavirus, con 84.000 fallecidos y 820.000 contagiados.
«Deja de llorar»
Además de la presión, los médicos deben lidiar con su propia vulnerabilidad al virus, añade la especialista.
Hasta el pasado 5 de octubre, 1.646 trabajadores de la salud fallecieron en México(de los cuales 49% eran médicos) y 122.041 contrajeron la enfermedad (26% doctores), según cifras oficiales.
La fatiga crónica que genera toda esta situación suele manifestarse en sentimientos negativos hacia otras personas y el propio trabajo, desmotivación e irritabilidad, entre otros, indican expertos.
Con varios de sus compañeros enfermos de covid-19 y el hospital atestado de pacientes, la urgencióloga Copelia Nieto sintió en julio pasado que no podía seguir.
«Ese día estaba muy devastada, cansada, sin comer. Te gana la pesadez», confiesa a la AFP en el Hospital General, donde dirige un equipo encargado de tratar a los contagiados.
«¿Valdrá la pena todo lo que estamos haciendo?», se preguntó entonces, antes de llorar al teléfono con sus padres, también médicos.
Nieto, quien duerme en un pequeña colchoneta durante sus extenuantes guardias, recibió una respuesta destemplada de uno de ellos, pero que le ayudó a reponerse.
«Si no pudieras, no estarías ahí. No habrías llegado ahí, no te habría tocado lo que te está tocando. Deja de llorar y sigue», reconstruye en medio del ruido de sirenas y el ajetreo de más de una veintena de médicos y enfermeras. Ese día «dejé de llorar».
El filo de la duda
No muy lejos de ese lugar, durante los picos de la epidemia, el doctor José Guillermo Espinosa ha tenido que decidir quiénes deben ocupar las escasas camas del área de terapia intensiva para pacientes de covid-19, que él lidera.
Un día tuvo que elegir entre un hombre de más de 70 años y una mujer de 22, que además padecía leucemia.
Entonces, decidió hospitalizar al hombre, pero al día siguiente se topó en terapia intensiva a la joven, a quien uno de sus colegas había ordenado internar.
«Piensas para ti mismo: ¿fue la decisión correcta?, ¿debí bajarla antes (al área de terapia intensiva)», afirma Espinosa, de 30 años, con la voz quebrada. Las dudas no lo abandonan desde entonces.
Sus desgastantes jornadas terminan siempre con una ducha, que aunque obligada se ha convertido en uno de los pocos espacios de relajación, tras liberarse del aparatoso equipo de seguridad.
«Me ayuda a purgar un poco esta sobrecarga tanto física como emocional. Nos tenemos que duchar forzosamente, pero puedes reflexionar un momento», dice.