Caloto (Colombia) (AFP) – Hierven los rumores. El líder colombiano Luis Dagua va a ser sepultado y nadie sabe quién le destrozó el cráneo a piedra. Abajo de la montaña donde lo lloran, Juan Carlos y otros líderes se refugia entre indígenas con bastones para evitar una suerte parecida.
Dagua era un agricultor de 64 años, tenía cuatro hijos y había ayudado a fundar El Carmelo, una aldea del municipio de Caloto, en el departamento de Cauca (suroeste). Además coordinaba un programa para ancianos y militaba en el movimiento de izquierda Marcha Patriótica.
Pero ante todo era reconocido como líder social, quizá la actividad más peligrosa hoy en Colombia. Desde 2016, cuando se firmó la paz con los rebeldes de las FARC, han sido asesinados 326 activistas de derechos humanos, de causas afro, indígenas y campesinas.
Cada tres días está cayendo un dirigente en esta espiral de violencia selectiva. Con el 43% de población indígena y negra, Cauca encabeza la estadística con 81 casos, según la Defensoría del Pueblo (ombudsman). El gobierno intenta contener esta amenaza de múltiples orígenes con estrategias colectivas o individuales de protección.
¿Luis estaba amenazado? «No, directamente», susurra en el velorio una dirigente que aquí todos conocen pero que pide no ser identificada. En marzo recibió una llamada intimidante. «Aquí todo el que levante la voz es objetivo militar».
Dagua pertenecía al movimiento campesino e indígena que hace dos décadas se organizó en Cauca, en pleno conflicto, para defender sus territorios de guerrilleros, paramilitares, narcotraficantes y hasta del ejército con el que mantiene una relación tensa.
Con bastones y radioteléfonos, ahora hace frente a una explosión de grupos armados que van tras el control de los narcocultivos y rutas del negocio de la droga que tiene a Colombia bajo la lupa de Estados Unidos, el principal destino de la cocaína que sale por el Pacífico.
– Epidemia de terror –
Aunque la fiscalía no ha revelado quiénes y por qué mataron a Dagua, su familia, cabizbaja, asegura que no tenía pleitos. El domingo 15 de julio salió de su finca y al siguiente día lo encontraron con aparentes marcas de violencia en el cuello y la parte posterior de la cabeza destrozada. El ejército patrullaba la zona por esos días, coinciden los dolientes.
«¿Cómo estando ellos aquí ocurre esto?», se pregunta la dirigente.
En cuestión de días mataron a Luis, intentaron secuestrar a un profesor afro y hallaron un cuerpo flotando que sería el de Iber Angulo, líder negro secuestrado por un comando armado el 5 de mayo, también en Cauca. En los retenes, los militares advierten del peligro de adentrarse en la región.
Hace siete meses que Juan Carlos Chindicué, de 37 años, debió refugiarse en Toez, un resguardo indígena próximo al sitio donde fue hallado Dagua. Las amenazas obligaron a este defensor de derechos humanos a dejar a su esposa en la vecina ciudad de Cali.
Ahora se ocupa de Sekuy y Juan Diego, sus pequeños de nueve y seis años. Antes de que su nombre apareciera en un panfleto, dos hombres lo interceptaron en una moto en Cali y lo amedrentaron, tras participar en una protesta a favor de la conservación de un humedal.
«Acá siempre ha habido esa zozobra, ese miedo de la muerte en las vías, en los municipios, en los territorios. Hoy se ha despertado una vez más ese fantasma de la muerte», dice a la AFP.
Pero más precisamente es el terror el que se ha propagado como epidemia en Colombia. Líderes sociales, pero también activistas y periodistas, están siendo notificados a través de panfletos, redes sociales, llamadas y mensajes de celular.
«Ya no tenemos tantas alegrías como las teníamos antes, han sido más tristezas, llanto, desespero», cuenta Chindicué, quien todavía se mueve en transporte público a la espera de protección oficial.
Los pequeños corretean a su alrededor. Desde que se amparó en la guardia indígena, cuenta que sus hijos, temerosos, no se le despegan. «Cuando pienso en ese tema, tomo más fuerza para seguir», sostiene.
– Violencia sin rostro –
Ya van 35 líderes amenazados en el norte del Cauca. Algunos panfletos llegaron a sus casas o fueron arrojados desde vehículos en cascos urbanos y luego fotografiados por pobladores y difundidos en redes sociales.
«Durante muchos años sabíamos quién era el que desarmonizaba. Tanto así que lo vimos, lo perseguimos, lo capturamos», afirma Eduin Capaz, coordinador de derechos humanos de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte de Cauca.
Capaz evoca los tiempos en que la guerrilla FARC mandaba en la zona. Pero hoy son al menos cinco «fracciones» armadas en el territorio, lo que «hace más complejo el seguimiento y la identificación para la neutralización desde la justicia indígena. En algunos momentos no sabemos quién nos amenaza», señala.
En una carpeta, los indígenas nasa guardan los panfletos con los sellos de los paramilitares de las Águilas Negras, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia; de disidentes de las FARC, o guerrilleros del Ejército de Liberación Nacional o del Ejército Popular de Liberación. El conflicto en Cauca no termina de pasar.
«Solamente (van) por los líderes, al que más habla, al que tiene más voz, a ése le buscan». Así lo cree Joseiver Collazos, un agricultor de 50 años que coordina uno de los puestos de control de la guardia indígena. A estos hombres y mujeres provistos apenas con palos de cintas multicolores se encomiendan los dirigentes amenazados.