Necocli (Colombia) (AFP) – Ahmed Kabeer huye cojeando con una cicatriz profunda en la pierna izquierda. En su larga huida de Sudán, donde fue torturado, ha devorado miles de kilómetros y todavía le queda pasar el infierno: la selva entre Colombia y Panamá.
Kabeer se embarcó en una travesía distinta a la de los árabes y africanos que se lanzan al Mediterráneo en busca de Europa. Prefirió alejarse de la guerra y la pobreza viajando entre continentes para algún día llegar a Estados Unidos.
«Hay una ruta» por Latinoamérica, explica a la AFP.
Con él son 22 hombres y mujeres del otro lado del mundo que pasan inadvertidos entre cientos de desesperados de Haití y Cuba. Casi ninguno habla español pero algunos dominan el portugués y se las arreglan como intérpretes.
Los junta la ansiedad. Tras una pausa forzada por la pandemia, esperan atravesar el Tapón del Darién, un corredor selvático de 266 km entre Colombia y Panamá. Es el infierno, rumoran. Kabeer cruzará rengueando.
Casi 700 migrantes quedaron represados por semanas en Necoclí, Colombia. En este poblado improvisaron un campamento a la espera de que se reabrieran las fronteras.
¿Cómo llegó hasta acá? «Descubrí que no es difícil obtener una visa para ir a Brasil», sostiene el sudanés de 34 años.
Ya pasó por Brasil Perú y Ecuador. De Colombia irá a Panamá y seguirá empujando al norte hasta Estados Unidos. El recorrido es posible sin documentos pero con dinero en los bolsillos. Son fronteras porosas donde el soborno es común, explica.
Kilométrica huida –
La odisea de Kabeer inició poco después del estallido, en 2003, del conflicto interno en Sudán que involucra a minorías étnicas. Al año siguiente su madre y su tío fueron asesinados. Decidió huir por varios países de África y Oriente Medio hasta que Israel lo expulsó en 2018. Volvió a Sudán y, en 2019, fue capturado por agentes estatales.
Kabeer asegura que fue torturado por su filiación tribal. Una marca profunda le atraviesa el gemelo izquierdo hasta el Talón de Aquiles. Huyó de nuevo a Egipto donde abrió un pequeño comercio. Fue asaltado.
Desesperado, viajó como turista a Sao Paulo el año pasado. Desde su aterrizaje lleva al menos 5.000 kilómetros recorridos por tierra que, con suerte, desembocarán en «un lugar seguro donde pueda hablar inglés (…) como Estados Unidos o Canadá».
La ruta de Colombia hasta México suele tomar entre siete y diez semanas. La probabilidad de sufrir «violencia física y psicológica es considerablemente alta a lo largo de todo el viaje y especialmente entre Colombia y Panamá», explica un portavoz de la Organización Internacional para las Migraciones.
Kabeer está precisamente a las puertas del riesgo.
«Un lugar seguro»
Linternas, baterías y machetes son esenciales para el siguiente tramo. La travesía clandestina por el Darién se hace de noche y suele durar cinco o seis días. Además de pantanos y serpientes, hay narcotraficantes que usan estas rutas para llevar cocaína a Centroamérica. Según los lugareños, no ven con buenos ojos a los migrantes.
«No es una ruta 100% segura, enfrentaré dificultades», reconoce Kabeer.
Los caminos de la migración llevaron al guineano Karifala Fofana, de 20 años, hasta una carpa contigua a la de Kabeer en Necoclí. «En África hay muchos problemas. No hay trabajo, hay mucha corrupción (…) incluso si terminaste tus estudios, si eres inteligente (…), pero si no eres de una familia rica (…) estás jodido», lamenta en francés mientras se prepara para embarcarse hacia el Darién.
Entre enero y octubre de 2020 Panamá interceptó a 287 migrantes africanos en la selva y los trasladó hasta albergues temporales, a la espera de que Costa Rica les abra paso. La pandemia redujo el flujo. En 2019 la cifra superó los 5.000 migrantes.
«No hay ruta buena»-
Mohammed Al-Gaadi también descartó lanzarse al Mediterráneo. De 50 años, este chofer huye de la guerra que desde 2014 destroza a Yemen, el país más pobre del mundo árabe. «Mucha gente (de Yemen) que viaja a Europa está sin trabajo», comenta.
En 2017 decidió irse a Estados Unidos. Cruzó el mar rojo en ferry hasta Djibouti y de allí voló a Sao Paulo. «No hay una ruta buena y segura», matiza.
Más de 20.000 migrantes murieron ahogados en el Mediterráneo en los últimos siete años tratando de cruzar del norte de África a Europa en embarcaciones ilegales, según la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur).
Al-Gaadi cruzó de Brasil a Ecuador donde trabajó tres años como vendedor callejero. Envió dinero a su esposa y cinco hijos en Yemen. También ahorró para retomar su travesía.
Ya habla algo de español, pero prefiere que Kabeer traduzca del árabe: «Aquí gastamos dinero en todo y no trabajamos», dice.
Fofana se atreve a dar cifras. «Yo he gastado casi 10.000 dólares para salir de África y llegar aquí», relata el guineano, quien trabajó medio año en Brasil. Los tres aseguran que para cruzar fronteras solo se necesita dinero.
El 30 de enero Panamá reabrió fronteras. Cinco días después dejaron el campamento y tomaron una lancha hasta una aldea donde se internarán en el Darién guíados por coyotes que cobran entre 2.000 y 3.000 dólares.
Kabeer conquistó el lado panameño de la frontera. La travesía tomó cinco días, «tres de nosotros murieron, dos hombres y una mujer», relató a la AFP.