Santa Cruz (Ecuador) (AFP) – Las islas Galápagos son famosas por su fauna y flora únicas en el mundo. En cambio su agricultura en un suelo hostil de rocas volcánicas y la pesca artesanal son sectores menos reconocidos donde el trabajo de las mujeres es esencial.
«En el campo hay muchas veces mujeres trabajando, pero quien se ve al frente es un hombre», lamenta María Elena Guerra, cafetera de las montañas de Santa Cruz, una de las cuatro islas habitadas de este archipiélago del Pacífico, a 1.000 km de las costas de Ecuador.
Esta mujer de 54 años dirige Lava Java, una de las 50 plantaciones de Galápagos que, en 15 hectáreas, produce alrededor de 75 quintales al año del único café local certificado, biológico y de origen controlado.
«A mí todavía me pasa que cuando estoy buscando gente para que trabajen conmigo, ¡vienen y preguntan por mi marido!», cuenta a la AFP, sonriente y erguida en su botas de caucho.
Pero «esa cara va cambiando». «Es un reto ser mujer en cualquier ámbito», subraya esta defensora de la igualdad de derechos, para quien «el principal reto para la agricultura aquí, en Galápagos, es el agua», que depende de las lluvias, a falta de fuentes o ríos.
«La gente siempre está muy sorprendida de que haya agricultura porque ven documentales (…) con todo seco», agrega Heinke Jäger, de la Fundación Charles Darwin (FCD), quien precisa que de las 755 explotaciones existentes, casi la mitad están en Santa Cruz.
Hombres más visibles –
«Casi el 75% de las fincas están a nombre del marido, pero (…) son en la mayor parte las mujeres las que están haciendo el trabajo» sobre un «suelo bien rocoso», «que hace el trabajo muy difícil», confirma esta ecóloga encargada de un programa de conservación de especies que involucra a 40 agricultores.
Con los primeros rayos de sol, María Elena recorre sus cafetales. Entre caminos bordeados de rocas negras sacadas de la tierra, flores blancas perfuman el aire de aromas que recuerdan el jazmín.
Al fondo brillan las aguas turquesas del Pacífico. La mujer verifica el embalse artificial que riega el invernadero donde crecen unos 2.000 tallos listos para trasplantar, protegidos por scalesias, árboles endémicos del archipiélago.
«El ser orgánico (…), con ningún químico» implica renovarlos sin cesar a fin de frenar enfermedades, explica, antes de inspeccionar legumbres, acelgas y otras verduras que también vende para evitar el monocultivo.
Galápagos depende en 85% del turismo, ahora arruinado por la pandemia, y tiene alrededor de 25.000 hectáreas de tierras cultivables, de las que solo 14.000 son explotadas.
Únicamente produce 600 toneladas de alimentos al mes, cuando se necesitaría más del doble para que sus 30.000 habitantes sean autosuficientes, según cifras oficiales.
Los isleños deben completar con productos del continente, más caros. «Una lechuga, el rato que llegue acá ya no tiene nada de lechuga», lamenta María Elena, quien también oficia de contadora para llegar a fin de mes.
Más abajo en la isla, cerca del muelle donde atracan botes blancos y azules, otras mujeres trabajan desde el alba en el mercado de pescado de Pelican Bay.
Cerebros de la pesca –
Lobos marinos, pelícanos e iguanas se disputan los desechos del puesto de mercado de María Sabando, mientras ella alista albacora y pez espada, que se transformarán en deliciosos ceviches o asados.
«Le tengo mucho cariño a mi trabajo, me gusta que los clientes se vayan felices», dice a la AFP esta mujer de 52 años y ojos brillantes.
Pero la venta es solo una faceta de la pesca artesanal, la única autorizada en la reserva marina de Galápagos, alrededor de la cual rondan barcos de pesca industrial.
Su marido Faustino, de 61 años, sale al mar una vez por semana y durante tres días. No sabría prescindir de María para «arreglar su maleta, comprar el combustible, poner la carnada», subraya la mujer. Y «yo administro porque yo sé adonde empleo el dinero», añade.
«Cuando se piensa en pesca, se piensa siempre en el acto de pescar (…), no en lo que hace falta para que sea posible (…) la comida, el agua, el hielo porque los barcos no tienen refrigeración, etcétera», dice Nicolás Moity, encargado de un programa de la FCD sobre igualdad de género en el sector.
Por cada 500 pescadores, 95 mujeres están afiliadas a cooperativas, de las cuales 50% son gerentes.
«Pero estimamos que eso representa más o menos 10% de realmente la cantidad de mujeres» que hay, indica, al considerar que habría que «visibilizar» su trabajo.
Anteriormente ellas enfrentaban incluso el océano. Quizás algunas regresen al mar, ahora que otras dirigen granjas. Porque, según el biólogo, «las mujeres son los cerebros que hay detrás de toda la cadena de valor asociada con la pesca».
«Mi papel es fundamental porque mi marido es la cabeza del hogar, ¡pero yo soy un pilar fundamental!», sentencia Sabando.