Bogotá (AFP) – Lejos de su tierra, un millar de indígenas desplazados por el conflicto acampan en un parque de Bogotá desde septiembre. La desoladora postal trae a la memoria la violencia en los confines de Colombia donde los grupos armados imponen su ley.
«Solo exigimos nuestros derechos, condiciones de vida digna», dice Luz Mary Queragama, una de sus representantes.
A falta de un censo oficial, calcula que son unos 1.300, entre ellos 550 niños, que viven bajo lonas de plástico en un céntrico parque de la capital.
«Tenemos frío, nuestros hijos tienen hambre», añade la desplazada en un español precario.
En su mayoría emberas, los indígenas dicen haber huido de la «violencia de los grupos armados» que golpea a sus comunidades en los departamentos de Cauca, Risaralda y Chocó.
Ya son cinco meses de negociaciones infructuosas con las autoridades, que debaten entre realojarlos en Bogotá o llevarlos de regreso a sus convulsos territorios.
«Ratas y tuberculosis»-
Los indígenas ocupan el arbolado parque nacional. Sus senderos apacibles fueron reemplazados por toldos de plástico, cocinas de leña y tendederos de ropa. Niños descalzos y harapientos corretean por todas partes. Un par de baños públicos les sirven para asearse y lavan su ropa en un canal de aguas residuales. Hombres con palos vigilan los alrededores del campamento.
«Nadie debería vivir en estas condiciones», lamenta una voluntaria que los socorre. «Hay ratas, tuberculosis, todo tipo de enfermedades (…) La alcaldía los descuida, el gobierno no hace nada por ellos», añade.
Las autoridades dicen haber ofrecido de forma «respetuosa» realojar a los desplazados en otro sector de Bogotá o ayudarles a «volver a casa con seguridad».
Aunque «la única solución estructural es el retorno digno a sus territorios ancestrales, con garantías y presencia del Estado», reconoce la alcaldía local mientras señala al gobierno nacional de no haber sido «capaz de proteger» a estas poblaciones.
Desde finales de enero, algunos han sido llevados de vuelta a sus territorios. Según la autoridad local, casi 1.200 emberas desplazados ya están en sus comunidades y otros 400 han sido reubicados en la ciudad.
Pobreza, racismo y violencia –
Así, los males del prolongado conflicto colombiano se cristalizan en la urbe de 8 millones de habitantes que en sesenta años de guerra interna ha recibido a cientos de miles de desplazados.
Tras el acuerdo de paz de 2016 con la guerrilla de las FARC, la capital acoge a casi 380.000 personas que huyeron de la violencia, entre ellas 19.265 indígenas (5,1%).
Las poblaciones originarios libran una disputa histórica por la tierra, son víctimas del racismo y blanco frecuente de grupos armados financiados por el narcotráfico, que luchan por el control de zonas estratégicas para el negocio de la droga.
Según la Organización Nacional Indígena, al menos 2.200 emberas se han desplazado de sus comunidades «por la presencia de grupos armados legales e ilegales en sus territorios y la instalación de minas antipersona».
La mayoría vive en la miseria en los barrios pobres de Bogotá esperando unos pocos pesos de la venta de artesanías o la mendicidad.
Su presencia genera opiniones divididas entre las personas del sector.
«Destruyen los árboles para obtener madera, durante el día piden limosna, por la noche beben», refunfuña una agente de tráfico. Para el cocinero de un pequeño restaurante aledaño la «situación es muy dolorosa».
A finales de enero una madre embera y su bebé fallecieron atropelladas por un camión cerca de uno de los campamentos donde han sido realojados. El conductor fue linchado por los indígenas hasta la muerte.
Debe haber una «solución de realojamiento colectivo para todos aquí en Bogotá», implora Queramaga temerosa de regresar a su hogar. «No se trata de subirnos a un autobús y dejarnos al lado de la carretera», reclama.