Caracas (AFP) – «¡Profe, terminé!», se escucha en la escuelita atendida por evangélicos que Iris improvisó en su casa en un barrio de Venezuela. Cobija a alumnos sin clases presenciales por la cuarentena y busca llenar un vacío educativo ya grave antes de la pandemia.
Mientras en la calle suenan canciones de vallenato, adolescentes resuelven ecuaciones donde Iris Pellicer decidió «abrir una escuela» en la planta baja de su casa en Petare, al final de una empinada escalinata.
«Nos sentíamos preocupados y quisimos rescatar a la mayoría» de los niños, explica a la AFP. Junto a un pastor evangélico y su hija, «les damos sus clases diarias» y al terminar, rezan y leen la Biblia, explica Pellicer, una estudiante de derecho de 52 años.
Con tapabocas de tela, unos 17 niños asisten diariamente al reducido espacio que la comunidad bautizó como la «escuelita de Iris», surgida en mayo en esa barriada de unos 400.000 habitantes, de apiñadas viviendas de bloques y techos de zinc.
Desde marzo las actividades académicas quedaron suspendidas por la cuarentena, aún vigente, causando «excesiva confusión» y «estrés» en maestros y alumnos, según Cecodap, organización defensora de los derechos de los niños y adolescentes.
Constantes cortes de electricidad y precarias telecomunicaciones e internet han afianzado la «exclusión» escolar durante la pandemia, explica a la AFP Fernando Pereira, fundador de Cecodap.
«Se está aumentando la brecha», apunta, entre centros privados y públicos, que representan el 80% en Venezuela, de una matrícula de 8,2 millones de estudiantes de educación inicial y básica.
Por ello, «las condiciones están dadas para que florezcan iniciativas» en zonas populares, donde ha permeado el cristianismo evangélico, dice Pereira, siendo además una oportunidad para «extender sus creencias» a través de la educación.
Teleclases, un «desastre»
El nuevo año escolar en Venezuela inició el 16 de septiembre sin clases presenciales por lo que resta de año. En tanto, el gobierno promueve lecciones online y «teleclases» y dispuso un canal para transmitir videos educativos.
El cierre del año 2019-2020 transcurrió con clases por la gubernamental Venezolana de Televisión (VTV). Para Andrea Briceño, con un pequeño de 6 años, esas clases fueron un «desastre».
«Primero pasaban primaria, después bachillerato (…), los niños quedaban como que ‘ajá, ¿entonces? No entendimos'», recuerda Briceño, nutricionista de 23 años.
Sin computadora, dependían de WhatsApp para enviar y recibir tareas que dejaban cansado a su hijo Daniel. Pero en pocos meses, cuenta, aprendió a leer y multiplicar en la «escuelita de Iris».
«Al principio nos daba un poquito de temor por el virus», pero «sabemos que estamos con Dios», confía Iris, que exige barbijos, de uso obligatorio en el país de 30 millones de habitantes, donde según cifras oficiales hay 68.453 contagios y 564 muertes.
La oposición en Venezuela y organizaciones como Human Rights Watch cuestionan esos números, al considerarlos mucho peores.
Hacer las cosas «uno mismo»
Con un libro de matemáticas en mano, Tito Matheus, pastor de 51 años, considera que como las cosas no «caminan muy bien», toca hacerlas «por uno mismo».
Iris recuerda haberle dicho a Tito en una visita al templo: «Mire, yo tengo ese espacio desocupado, ¿qué le parece?».
«Teníamos un anuncio allí (en la iglesia), colocamos por vía WhatsApp que estaban las inscripciones abiertas y se fueron anexando» niños, cuenta esta mujer morena.
Dispuso muebles, taburetes de madera y un escritorio prestado en el lugar que estuvo vacío por casi tres años, cuando su hija veinteañera emigró por la crisis, como otros cinco millones de venezolanos desde finales de 2015, según la ONU.
Con dos mesas de noche y una tabla armó un mesón y colgó en una pared una pizarra acrílica, dibujos y salmos de la Biblia, en una barriada en donde campea la violencia.
En 2018, el independiente Observatorio Venezolano de Violencia (OVV) estimó una tasa de 112 muertos por cada 100.000 habitantes en Petare, donde el crimen y el narcotráfico golpean fuerte.
Iris y Neidys Matheus, de 17 años, supervisan que los más chicos lean, dibujen y eviten quitarse la mascarilla. El pastor enseña matemáticas a adolescentes en el cuarto contiguo.
Cobran un dólar semanal, que «no es nada», reconoce. Pero en un país donde el ingreso mínimo mensual equivale a 2,1 dólares, «no todos lo tienen» y algunos son «exonerados» de pagos, cuenta Iris, quien incluso ha tenido que alimentar a los que llegan «sin comer».
No obstante, «vamos ahí emprendiendo», asegura. «Yo no creo que haya otra respuesta de otro lado».