Montevideo (AFP) – Un cartel con letras de cartulina de colores y brillantina recibe al visitante apenas sube la empinada escalera para acceder a esta antigua casa de altos del barrio Reus de Montevideo: «Bienvenidos a CasAbierta».
Ese cartel y el sol que entra a raudales por las ventanas disimulan las tristes historias que se viven en esta ONG que se dedica a acompañar y a reinsertar a mujeres que son o fueron víctimas de trata y explotación sexual en 15 países.
Mientras espero recibir el testimonio de una antigua víctima de trata, repaso el contenido de las carteleras: collages, dibujos, frases que buscan inspirar, un fragmento del poema de Mario Benedetti «No te rindas»:
«No te rindas, aun estás a/ tiempo/ de alcanzar y comenzar de/ nuevo,/ aceptar tus sombras,/ enterrar/ tus miedos,/ liberar el lastre, retomar el/ vuelo».
Una mujer morena, con moño coqueto y sonrisa ancha, entra a la salita. «Soy Sonia García Ferreyra, con ‘y’ griega», dice. Su rostro, liso y suave pese a sus 52 años, no revela las cicatrices que le dejó la vida. Pero están ahí: más que verse, se sienten, aunque haga todo por esconderlas.
– Ropa linda y tacos
«Vivíamos en Fray Bentos. Mi madre trabajaba en el frigorífico. Pero la detuvieron por homicidio; en un altercado mató a la otra mujer»: la pareja de su madre tenía dos mujeres.
A los 14 años, tuvo que volver a Montevideo con su padre. «Con mi papá todo mal, le pegué, me encerró, me escapé».
«Empecé a los 14 en la prostitución. Yo podía comer en lo de mis tíos, pero quería mi plata, quería la ropa linda, los tacos».
«Con el tiempo conocí a una persona y fui a Italia como trabajadora sexual. Tenía 22 años. Me fui en el 87 y volví en el 89, antes del Mundial del 90», dice Sonia, que al partir ya tenía dos hijos, un varón de 2 y una niña de 6 que quedaron al cuidado de su madre, ya liberada.
«Me fui sin engaños. Me pagaron todo. Me mostraron dónde tenía que trabajar. Vivía en un apart-hotel, sola. Trabajaba de noche, sobre el puente de la Ghisolfa», en Milán.
«Yo trabajaba de un lado de la vereda, del otro estaban las otras chicas. Siempre trataban de tenernos separadas. Los maridos (eufemismo para aludir a los proxenetas) no les permitían ir a la casa de las otras chicas. También vivían solas. Siempre separadas».
«Yo era medio privilegiada. Mi marido tenía control del dinero, que yo tenía que darle, y él me dejaba para las compras. Pero yo me quedaba con algo. Tenía mi pasaporte. Nunca fui agredida ni verbal ni físicamente», relata.
«No la pasé mal. Pasé mal porque extrañaba a mis hijos. No fui una mujer maltratada. Pero mi marido tenía otras chicas a las que maltrataba si no llegaban a la cuota. No sé por qué tuve privilegios».
«Teníamos un acuerdo: él le tenía que mandar 300 dólares por mes a mi familia. Pero no cumplió. A raíz de ese descubrimiento, yo me fui. Me fui un tiempo a Monza, hasta que después me vine» a Montevideo.
«Cuando volví tuve amenazas de que me iba a matar, porque lo había dejado».
– Colgar los zapatos
«En Montevideo, volví a trabajar en las whiskerías (prostíbulos) de la Aduana».
Luego ejerció la prostitución durante seis años en Buenos Aires, y regresó a Uruguay.
«Fue cuando empecé a trabajar en San José. Quería dejar la prostitución: trabajé en la pesca, en fábricas, pero volví a la prostitución hasta que conocí a un muchacho de la Armada con quien estuve casada entre 2006 y 2016. Ahí sí sufrí violencia doméstica, violencia verbal y psicológica. Después me separé de él».
Entonces «me fui a Florida, a Sarandí Grande, 2 o 3 años. También estuve un año en Colonia Valdense».
«Lo poco que trabajé en Montevideo, trabajé sola y andaba de día. Nunca muy pintada (maquillada) ni muy vestida, lo más discreta posible. Acá en Montevideo nunca tuve un proxeneta».
«Siempre había dicho que a los 50 iba a colgar los zapatos, y los colgué».
A Casa Abierta «llegué por medio de Priscila, una brasilera, que conocí en profilaxis. De eso hace tres años. Ahora tengo un emprendimiento laboral, que es de lo que vivo. Tengo un puesto de venta de ropa interior en Carlos María Ramírez, en el Cerro, donde vivo».
«Armé el emprendimiento con ayuda de Casa Abierta (…) me dieron 30.000 pesos (unos 930 dólares al cambio del día), que son sin devolución. Con eso compré todo para armar el puesto y la mercadería para empezar. Estoy satisfecha».
«Yo aquí (a Casa Abierta) vine muy deprimida. Me dieron mucha fuerza y mucha ayuda. Me contienen, me hace bien. Una vez al mes, apoyo a las otras mujeres que vienen aquí… La mayoría la han pasado bastante grossa».