Medellín (Colombia) (AFP) – El rojo escarlata de la sangre ha manchado sus calles y terrazas. Golpeada sin tregua por la violencia, la Comuna 13, una barriada en lo alto de Medellín, se resiste a seguir siendo sinónimo de peligro. Y para ello utiliza el turismo como arma.
Por las escaleras estrechas y grises que se disputaban guerrilleros y paramilitares ahora caminan turistas de todas partes. Toman fotos y comparten su tiempo con los sobrevivientes de esa sangrienta lucha territorial a finales del siglo XX.
Los esfuerzos estatales para apaciguar el conflicto colombiano rindieron fruto en la primera década del 2000, aunque con controvertidas operaciones militares que aumentaron la desconfianza en este asentamiento.
Para esa época esta comuna de 138.000 habitantes empezó a resurgir con grafitis artísticos, vistos por la alcaldía como una «oportunidad de desarrollo», afirma Pablo Vélez, responsable de la subsecretaría de Turismo. Ahora, unos 25.000 turistas visitan el lugar cada mes.
Es uno de los «pasos obligados en la visita a Medellín», agrega.
Aunque el cambio llegó con pintadas, gastronomía y baile, a diferencia de los ‘narcotours’ que exaltan al abatido Pablo Escobar, aún acechan bandas de narcotráfico y extorsión. Pero con menor «magnitud» de violencia que antaño, aclara Piedad Restrepo, directora del programa de veeduría privada Medellín Cómo Vamos.
– Grafiti protesta –
Julián García guía a diario a los visitantes por corredores «decorados» con leones aguamarina, elefantes morados o rostros mestizos. Su audiencia -esta vez mexicanos y estadounidenses- escucha las historias de los murales.
«Es un tour histórico, es un tour estético, es político también. La idea del ‘Grafitour’ es que las personas, como algo primordial, se sientan como en casa (…) como habitantes del barrio», dice este estudiante de Comunicación Social de 26 años.
Ladrillos y cemento empezaron a dibujarse hace dos décadas. Con esos trazos, los seguidores del rap y el hip hop homenajeaban a los muertos y criticaban al Estado.
Lo que se inició como un acto rebelde ya suma más de 800 pintadas de 300 artistas.
García es uno de los principales guías ‘grafiteros’. Junto a sus amigos creó en 2012 un recorrido de hasta tres horas por entre las callejuelas, que por unos 10 dólares muestra a los visitantes las «riquezas culturales del barrio».
«En un principio los tours eran solamente caminar por las escaleras y parar en los helados de mango; ya hoy en día hay que parar en un montón de lugares porque cada vez empieza a llegar más comercio, más turistas», cuenta.
El cicerone atestigua el poder transformador del turismo. «Antes nos tocaba ocultar que vivíamos en La 13, hoy en día ya es un orgullo decir que somos de acá».
Gabriel Couto, un mexicano de 47 años, se declara sorprendido. Cree que el ‘Grafitour’ podría ser un ejemplo para su país, azotado por el narcotráfico. «Es un impacto el poder ver toda una historia resumida en calles, en colores, en rostros de gente, en esta resiliencia que se ve ahora que surgió a partir de toda una historia de violencia y marginación», dice.
– Banquete «esperanza» –
Los Rivas y otros migraron hace cuatro décadas del Pacífico colombiano hacia La 13 ante la debacle de la minería.
En medio de fogones y ollas, Paola Rivas, de 37 años, recuerda cómo la barriada pasó de ser tierra de oportunidades al epicentro de la guerra. «En los noventa nos encontramos envueltos como en una guerra civil».
Incontables murieron o desaparecieron donde ahora brinda banquetes. En su gorro de cocina tiene estampada la palabra «Berraca», el nombre con el que bautizó hace un lustro a su restaurante en alusión a la «mujer fuerte, valiente». Allí sirve platos típicos de hasta seis dólares.
El argentino Matías Rogi almorzó sancocho de bagre, un pez de río: «Hasta que uno no llega acá (…) realmente no entiende la transformación que puede haber en la sociedad», dice.
– Bailar para ser libre –
Las rastas golpetean su rostro mientras serpentea sobre el pavimento. Alrededor suyo, decenas observan su exhibición.
Alexander Gamboa nació hace un cuarto de siglo en La 13, pero podría pasar desapercibido en los barrios neoyorquinos donde estalló el ‘break dance’ en los años 70.
Hace seis años este joven negro empezó a probarse en el baile insignia del hip hop. Y lo que comenzó como una forma de expresarse «libremente» se transformó en sustento.
En medio de un cabrioleo, a uno de sus amigos se le cayó la gorra. Un turista pensó que le pedían dinero y les tiró una moneda. Captaron, perplejos, que podían vivir de su pasión.
De cuna pobre, Alexander, como otros 50 jóvenes, ofrece sus estilos en los pisos de la comuna: ‘break dance’ y ‘popping’ (baile robótico).
Brinda dos shows por hora y gana unos cien dólares semanales, con los que sostiene a su familia y compra ropa y zapatos, que se deterioran rápido por el roce de su baile.
Por la violencia «el joven ya no quiere estar ‘parchando’ (compartiendo) en una esquina, sino haciendo arte», reflexiona. «Se quiere estar educando» para tener de qué hablar con el turista.