McAllen (Estados Unidos) (AFP) – «Por favor ayúdeme, no hablo inglés», lee en grandes letras negras el sobre con el cual decenas de familias indocumentadas de Centroamérica llegan a diario al aeropuerto de McAllen, Texas, para la mayoría el primero al que han entrado en su vida.
Es la última etapa de un largo viaje en el cual han arriesgado su vida para huir de sus países en bus, automóvil, tráiler, a pie y finalmente en lancha por el Río Grande de México a Estados Unidos, a lo largo de un camino controlado por carteles de la droga.
No traen equipaje ni mochilas, han tenido que dejarlo atrás. Todo es nuevo para la mayoría de estos inmigrantes que vienen de zonas rurales donde se dedicaban a la agricultura: el inglés, un aeropuerto, un avión, una escalera mecánica…
«No había otra opción» –
«¡Estamos volando en las nubes!», grita riendo Isaac, un niño hondureño de cuatro años, cuando el avión despega de la ciudad fronteriza de McAllen. «Quiero tocarlas», dice con la nariz pegada a la ventanilla del avión.
Su madre Lidia, de 23 años, vuela a Nueva Jersey para encontrarse con su esposo y su hijo mayor, de seis, a quien no ve hace dos años.
«Va a ser el momento más feliz de mi vida volver a ver a mi hijo», asegura en la sala de espera del aeropuerto de McAllen, donde aguarda un primer vuelo a Houston.
Como los demás inmigrantes, Lidia dice que huye del hambre, la pobreza y la violencia en su país.
«Tuvimos que separarnos para buscar un futuro mejor para nuestros hijos. No había otra opción», cuenta.
Su marido no irá a buscarla al aeropuerto de Newark en Nueva Jersey: como es indocumentado, tiene miedo que lo detengan. Enviará a un amigo que tiene papeles para que la recoja.
Tras cruzar el Río Grande cerca de McAllen, Lidia y su hijo fueron detenidos por agentes de la Patrulla Fronteriza (CBP). Al igual que los demás inmigrantes, estuvieron varios días ahí, les tomaron sus huellas digitales, registraron sus datos y luego los liberaron en una clínica donde debieron hacerse un test de covid-19.
De ahí caminaron al refugio católico Humanitarian Respite Center en McAllen, y aguardaron que el marido de Lidia enviara los pasajes.
Ahora tiene 60 días para reportarse ante una oficina de la policía migratoria (ICE) o «enfrentará una deportación», advierte un documento que le entregaron los agentes fronterizos.
Unos 100.000 inmigrantes indocumentados fueron detenidos por la CBP en febrero tras ingresar por la frontera de 3.200 km con México, una cifra que no se veía desde mediados de 2019, antes de la pandemia. Y en marzo fueron aún más, según las autoridades.
El gobierno de Joe Biden asegura que la frontera no está abierta, pero a diferencia de su predecesor Donald Trump, no deporta a los menores que llegan solos en números crecientes ni a muchas familias con niños.
Filomena, una campesina guatemalteca de 20 años, viaja con su bebé Damián colgado a su espalda. Espera reunirse en Tennessee con sus padres, que partieron a Estados Unidos cuando ella tenía 11 años.
«Me vine por mi niño, para darle de comer», dice. «A mí me dejaron cuando era pequeña» mis padres, cuenta enjugándose las lágrimas. «Tengo muchas ganas de verlos, de abrazarlos, porque llevo ya ocho años que no estoy con ellos».
Reina, una salvadoreña de 25 años y madre de dos niños pequeños, llora en el aeropuerto al recordar el sufrimiento del viaje.
«Pasamos momentos muy difíciles en México. Uno aguanta hambre, sueño, es un poco cansado y a veces un poco riesgoso», explica junto a ella Dania, una hondureña de 24 años que también viaja con su niño.
El avión, «una felicidad» –
Los migrantes dicen que lo peor del viaje son los tráilers abarrotados de gente, sin ventilación.
«Pasamos 16 horas en un tráiler con 200 personas, los hombres todos parados al frente, venían sudando a chorros, gritaban que se estaban muriendo algunos, que se estaban desmayando y les echaban agua», contó una madre hondureña.
Pero ahora les toca viajar en avión por la primera vez. Valeriano, un guatemalteco que antes cultivaba maíz y frijoles, está a punto de abordar un vuelo a Nueva York con su hijo de seis años.
Hace cuatro años, cuenta llorando, mataron a su hermano «por no vender droga» para un cartel. Enseguida quisieron reclutarlo a él. «Yo salí huyendo a Belice, me dijeron que si no lo hacía me mataban, que mataban a mis hijos». Ahora viaja a Nueva York con uno de los niños «a buscar una oportunidad».
Dice que el viaje desde Belice hasta Estados Unidos sin papeles fue «terrible». «Ahora el avión es una felicidad aunque estoy nervioso y tengo miedo a la altura», confiesa.
En el aeropuerto de LaGuardia en Nueva York el marido de Dania, Samuel, ha venido a recogerla. Se abrazan los tres, y el padre aúpa emocionado a su hijo.
«Después vamos a ir a comprar lo que usted quiera», le dice con una gran sonrisa.