Metlatónoc (México) (AFP) – «No quiero que me vendas», recuerda Eloina Feliciano que le pidió a su madre. Pese a sus súplicas fue otra de las niñas entregadas en matrimonio bajo un acuerdo ancestral de compra y venta en el mexicano estado de Guerrero.
«No somos animales (…) Los animales son los que se venden», sentencia esta indígena mixteca de 23 años -vendida a los 14- de la comunidad Juquila Yuvinani, en el municipio de Metlatónoc, entre los más pobres de México.
En esta comunidad sureña, enclavada entre montañas, algunas familias intentan erradicar esta práctica que persiste en 66 pueblos de Guerrero y es origen de un círculo de abusos contra las mujeres y pobreza para los varones.
Las dotes que cobran los padres de las novias, que solo aceptan esposos de esta misma región, oscilan entre 2.000 y 18.000 dólares, según habitantes de la zona.
«Las niñas quedan en absoluta vulnerabilidad. Su nueva familia las esclaviza con tareas domésticas y agrícolas» y a veces «los suegros abusan sexualmente de ellas», expone Abel Barrera, antropólogo y dirigente de la ONG Tlachinollan.
Por la «creciente precariedad» de estos pueblos, añade, «la ritualidad ancestral indígena de entrega de las doncellas por dote desde su primera menstruación se ha ido perdiendo y ahora se mercantiliza a las niñas».
«Yo lamento que esto suceda», pero «no debe de estigmatizarse a las comunidades indígenas», dijo este viernes el presidente Andrés Manuel López Obrador, quien aseguró que estos casos se investigan «cuando hay denuncias».
De los casi 2.500 municipios mexicanos, unos 620 son indígenas y 420 de ellos se rigen por usos y costumbres tradicionales reconocidos por la Constitución.
En Metlatónoc, de 19.000 habitantes, un 94,3% carece de servicios básicos en sus viviendas, y 58,7% tiene dificultades para alimentarse, según el instituto nacional de estadística, INEGI.
«Te puedo hacer lo que quiera» –
«Te hacen sufrir por el simple hecho de haberte comprado», dice en mixteco Maurilia Julio, una partera de 61 años, también vendida de niña y que rechazó hacerlo con sus hijas.
Maurilia amasa y pone al comal grandes tortillas de maíz, principal alimento de su familia. En la choza de piso de tierra, su hija de 18 años, con su bebé en brazos, y sus nietas escuchan.
«Muchas mujeres dicen ‘yo sí voy a vender a mi hija en 110, 120 mil pesos porque quiero dinero’, pero a mí me da mucha tristeza escuchar esas cosas porque son sus hijas», añade.
Su casa está parcialmente edificada con ladrillos de lodo y estiércol de bestias de carga, como la mayoría en esta área. Los niños merodean junto a perros famélicos rodeados de moscas.
Junto a un río de agua grisácea y maloliente, una mujer expresa su rechazo a la tradición anónimamente, pues teme represalias de sus vecinos.
«Las mujeres vendidas a fuerza tienen que atender al suegro. ‘Yo te pagué y te puedo hacer lo que yo quiera’ es lo que dicen», según esta madre de dos jovencitas, angustiada porque su esposo podría repetir la historia con ellas.
Más de 3.000 niñas y adolescentes guerrerenses de entre 9 y 17 años parieron el año pasado, algunas de ellas dentro de estos matrimonios arreglados, según cifras oficiales.
«Batallamos mucho para pagar» –
«Queremos que cambie, pero como la gente dice ‘yo hago lo que quiero porque tengo a mi hija y nadie me va a mandar’ (…) quisiéramos que hubiera alguien que nos ayudara, que dieran una ley» para impedirlo, comenta Víctor Moreno, de 29 años.
Casado bajo la misma tradición, Moreno se opone a perpetuarla pues se vio forzado a emigrar como jornalero al norte de México para pagar la dote. Otros optan por ir a Estados Unidos.
«Somos gente pobre, no tenemos para comprar una nuera que se case con nuestros hijos y batallamos mucho para pagar», añade este padre de dos niños.
Benito Mendoza, integrante de la organización Yo quiero, Yo puedo, impartía talleres de concientización en mixteco hasta que se quedó sin fondos en febrero pasado.
Los padres «cobran porque creen que deben recuperar lo gastado en las mujeres durante su crianza», explica.
Virgilio Moreno, líder comunitario de 72 años, dice que apenas 300 personas aceptaron dejar la práctica y reclama atención de autoridades federales.
«La mayoría sigue vendiendo a sus hijas», lamenta Eloina, vendida por 2.000 dólares.