Isla Mono (Colombia) (AFP) – Con sus manos gruesas, Marciana Caycedo soba los vientres redondos de las futuras madres. Pero la partera, que ha ayudado a dar a luz a decenas, está cansada: la isla fluvial en la que vive en el noroeste de Colombia carece de todo.
«El primer bebé que traje al mundo fue el último de mi mamá, el menor de mis 23 hermanos», recuerda esta partera afrocolombiana de cuerpo esbelto, que no aparenta tener 60 años y menos aún haber pasado por 17 embarazos.
Apenas era adolescente cuando su madre, presa de contracciones, le pidió ayuda. «Dije: ‘no mamá, ¡qué miedo! ¡me va a morder!'», cuenta entre carcajadas la partera Caycedo a la AFP en la Isla Mono, el islote sobre el río San Juan donde vive.
De todas maneras recibió a su hermano pequeño en una cobija doblada. Y cuando su madre se retiró, tomó el relevo como la única partera de la isla.
En su humilde cabaña, donde los ratones recorren las vigas de madera, atiende a una niña de 17 años que cree tener ocho meses de embarazo. Su vientre es apenas del tamaño de un balón de fútbol.
Parece que «es un niño porque está boca abajo. Las niñas que se quedan boca abajo nacen varoniles», sonríe la partera. Pero luego se pone más seria: «Tú estás anémica. Aunque no te guste, tienes que comer lentejas, zanahorias«.
Todo un reto en la Isla Mono, cuyo suelo arenoso prácticamente no provee nada comestible, fuera de cocos y tubérculos de taro, la «papa china» de los habitantes del selvático Chocó, el departamento más pobre de Colombia.
Las frutas, verduras y otros productos son traídos desde el puerto de Buenaventura, a dos horas de navegación en lancha rápida. Pero el precio del combustible vuelve las mercancías prácticamente inalcanzables para la mayoría de los 370 insulares que viven de la pesca y la madera. Tan difícil como conseguir agua o un dispensario.
Pagarle a Marciana los 100.000 pesos (unos 31 dólares) que cobra por parto es más barato que viajar de ida y vuelta a Buenaventura.
– Intercambiar saberes –
A su lado, Durley Maya también estima que la delgada adolescente «necesita vitaminas». Esta ginecóloga de 33 años llegó como por milagro a la isla. Cuando remontaba el río, el barco hospital San Raffaele en el que trabaja encalló en el fango del vasto delta de 300 km2 donde el San Juan se une con el océano Pacífico.
En medio de risas, la doctora ofrece consejos de asepsia a Marciana y la partera le revela sus secretos: café fuerte con sal para interrumpir el sangrado posparto y aguardiente de caña de azúcar soplado en la espalda del bebé para hacerlo respirar.
Pero rechaza categóricamente el método folclórico de introducir la cabeza de un polluelo en el ano de los recién nacidos. El susto hace que griten y llenen sus pulmones, pero los pájaros mueren.
Mientras tanto, el navío perteneciente a la fundación colombo-italiana Monte Tabor, que surca el litoral regularmente, desencalla y se ancla frente a Isla Mono. Ahora aguarda la marea para zarpar nuevamente hacia Docordó, la cabecera municipal.
«A esas parteras les faltan guantes, tapabocas, medicamentos contra las hemorragias», deplora el etnoeducador del San Raffaele, Óscar Arley Gómez.
Caycedo lamenta no poder acudir al día siguiente a la formación médica que ofrece este sabio de 70 años. Aprender de él podría ser un alivio ante el cansancio que lleva a cuestas.
«Quiero abandonar porque es muy duro (…), pero la gente aquí me dice que no, que tengo que seguir», señala.
– Desembarco inesperado –
Decididos a no quedarse de brazos cruzados, algunos médicos desembarcaron en la isla tras llegar en chalupa. Aterrados, recorrieron este pueblo de humildes moradas multicolores y calles «pavimentadas» con enormes troncos que evitan embarrarse del lodo que dejan los aguaceros tropicales.
Pero es imposible evitar el olor de las cloacas estancadas entre los pilotes, los nidos de mosquitos portadores de malaria escondidos bajo las casuchas de madera o el hedor a alcantarilla de los canales que las atraviesan. En todas partes enormes tanques de plástico azul aguardan la lluvia, la única fuente de agua de Isla Mono.
Tuvimos «un verano de un mes y nos tocó tomar esta agua del río que está totalmente contaminada y se enfermó mucha gente», deplora Ana Milena Copete, de 29 años. Ella es una de los cinco profesores de la isla, donde estudian 113 niños.
Algunos vienen en canoa desde aldeas diseminadas en los manglares o sobre las riberas del San Juan, contaminado por los desechos químicos que dejan la elaboración de cocaína y las minas de oro clandestinas.
«La situación me parece muy crítica (…) Es un lugar muy remoto, tanto que hay muchos que ni siquiera saben que Isla Mono existe», ironiza la educadora. Sacudiendo sus largos bucles castaños, enuncia otra de sus «principales necesidades»: un puesto de salud.
En un abrir y cerrar de ojos, los médicos del San Raffaele, ayudados por la comunidad, improvisan un dispensario en la nueva escuela de concreto, aún sin inaugurar, que colinda con los viejos salones de madera.
– Dispensario improvisado –
La ginecóloga se instala en una sala; dos médicos generales, una pediatra y un cirujano pediátrico, en otra. Ya hay fila de espera. Comienzan las consultas.
Durley Maya recibe a una madre de 24 años y cinco hijos deseosa de subir al barco para hacerse «cancelar», es decir, esterilizarse por medio de una ligadura de las trompas. Otras preguntan por un implante anticonceptivo.
La doctora ausculta a la joven paciente de Caycedo. Duda de que su embarazo esté tan avanzado: «Tu bebecito está muy pequeñito», pero «su corazoncito late bien», le dice para tranquilizarla antes de invitarla a subirse al San Raffaele para hacerse exámenes más avanzados.
El análisis de sangre confirmará la anemia y la ecografía evidenciará que es un niño, pero mostrará un embarazo de 31 semanas, en lugar de las 35 anunciadas por la futura madre, que bajará del barco cargada con vitaminas.
Su amiga Karol González, de 19 años, lleva tres meses de embarazo. «Todavía no he visto un médico porque aquí no hay ningún puesto de salud. Y de la comunidad es muy difícil trasladarse porque uno no tiene plata para comprar el combustible», explica, emocionada, al descubrir en la pantalla a su cría, aún minúscula.
La joven prevé dar a luz con Marciana porque no tiene el dinero para viajar por río a Buenaventura.
«Me da miedo porque soy primeriza y tengo ese miedo (…) de desangrarme», admite la menuda Karol, con mirada ansiosa. Aunque cansadas, las manos de Marciana estarán atentas.