Naiguatá (Venezuela) (AFP) – El tambor marca el ritmo: tan, tan tan… Temibles «diablos» recorren las callejuelas de Naiguatá, un pueblo costero de Venezuela, con vistosas máscaras y trajes coloridos con cinturones cargados de manojos de campanas. Se siente el frenesí en la multitud.
La fiesta de los diablos danzantes es una tradición religiosa venezolana reconocida en 2012 como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad de la UNESCO, celebrada en 11 cofradías en el país, incluida Naiguatá (La Guaira, norte), en el jueves de Corpus Christi.
Es un evento profundamente religioso, donde se pagan promesas al Santísimo Sacramento. Los creyentes encarnan al diablo para vencerlo.
«Hoy el mal sale a la calle, pero el bien gana», dice a la AFP Efrén Iriarte, de 31 años y presidente de la cofradía.
No hay distinción de edad o sexo, todos danzan con trajes multicolores, alpargatas y llamativas máscaras de alambre y papel maché que emulan a animales del mar o la montaña, con gigantescos dientes, cuernos o pinzas.
Las máscaras son llevadas en brazos con un manto extensivo que cubre la cabeza de quienes las cargan: «El diablo no tiene rostro», dicen en Naiguatá.
El «campanario» que va en la cintura busca «aturdir al maligno», explica Efrén. «Con los colores haces que se confunda».
Antes de vestirse de diablo, hay que protegerse. Kelvis Romero, que tiene 48 de sus 54 años haciendo de diablo, se para frente a un altar con el Sacramento en el medio, San Juan a la izquierda y San Pedro a la derecha y reza, tomando un cordel rojo con un crucifijo para el pecho y una medalla para la espalda.
Lo moja en agua y comienza a pedir en un susurro que remata con un «Padre, espíritu santo, amén», que repite tres veces.
En el ritual participan todos, desde la pequeña Sara Rodríguez, de 7 años, que debuta como diabla este año, hasta Henry González, que lleva casi medio siglo en esto.
Deyanira, madre de Sara, la termina de retocar y le acomoda su cinturón de pequeñas campanas. Ella no se queda quieta, agarra la máscara y empieza a bailar, impaciente por llegar a la plaza.
«Me complace mucho que haya más diablada, cada año crece un poco más. No creo que esta tradición desaparezca», señala Henry, que lleva el título del Diablo mayor, otorgado a la persona viva que lleva más tiempo en la tradición.
Diablo de por vida –
Frente a la iglesia, que ha cerrado sus puertas, hay un patio que remata en una pequeña plaza con una cruz.
De ahí salen decenas de «promeseros» a pagar promesas con actitud penitente: de rodillas, sobre el asfalto caliente en medio de un calor sofocante, van caminando hasta las puertas del templo para rendirse ante el cuerpo de Cristo.
Algunos agradecen o piden por salud o trabajo al Santísimo Sacramento.
No todos van vestidos de diablos. Algunos toman prestada la máscara para pagar su promesa.
La fiesta se realiza el noveno jueves después del Jueves Santo de cada año, también en poblaciones de los estados de Miranda, Aragua, Carabobo y Guárico.
Naiguatá y San Francisco del Yare, en Miranda (norte), destacan entre las cofradías que celebran esta tradición nacida entre los siglos XVI y XIX y muy vinculada a las haciendas de cacao, café o caña de azúcar, y que formaba parte del proceso de evangelización española.
«Es un sincretismo, es una mezcla entre los indios, el africano que vino esclavo y la religión cristiana», explica Kelvis.
En la puerta del templo en Naiguatá está Henry, en su papel de Diablo mayor, pero también de «promesero».
Cuenta que cuando joven tuvo un accidente en una moto y se salvó de milagro. Cuando aún estaba en el hospital, una amiga prometió que si se salvaba él bailaría por el resto de su vida.
«Y aquí estoy bailando», asegura sonriente.