Santa Ana (El Salvador) (AFP) – «Toda mi juventud la dejé en prisión por dos malditas letras que no tienen poder. Yo les daba vida», dice Valmis Mejía, «el Bambi», un excabecilla nacional de la Mara Salvatrucha (MS-13) convertido en predicador evangélico en una cárcel en el oeste de El Salvador.
De piel trigueña y 1,90 metros de estatura, el expandillero de 45 años forma parte del equipo de voleibol del penal de Apanteos, en la ciudad de Santa Ana, 60 km al oeste de San Salvador, donde hizo carrera en la organización criminal después de ser extraditado desde Los Ángeles, California, donde llegó como migrante y dio sus primeros pasos como pandillero.
En Apanteos, sus compañeros lo ponen de ejemplo de cómo los pandilleros se pueden transformar, aunque todavía lleva las gigantescas letras MS tatuadas en sus brazos y abdomen, señales de su antigua pertenencia a «la Salvatrucha».
Su testimonio es un historial violento que le mereció una condena de 110 años de cárcel.
Antes de Apanteos, Mejía estuvo 10 años en la cárcel de máxima seguridad de Zacatecoluca. Su llegada a «Zacatraz» fue la «antesala del infierno»: recibió una «golpiza» del personal de seguridad para «bajar la agresividad».
Intentó quitarse la vida en Zacatecoluca, pero se transformó cuando escuchó la prédica del ya fallecido pastor Édgar López. «No soy la misma persona» desde entonces, asegura.
– Dado por muerto –
Santa Ana (El Salvador) (AFP) – «Toda mi juventud la dejé en prisión por dos malditas letras que no tienen poder. Yo les daba vida», dice Valmis Mejía, «el Bambi», un excabecilla nacional de la Mara Salvatrucha (MS-13) convertido en predicador evangélico en una cárcel en el oeste de El Salvador.
De piel trigueña y 1,90 metros de estatura, el expandillero de 45 años forma parte del equipo de voleibol del penal de Apanteos, en la ciudad de Santa Ana, 60 km al oeste de San Salvador, donde hizo carrera en la organización criminal después de ser extraditado desde Los Ángeles, California, donde llegó como migrante y dio sus primeros pasos como pandillero.
En Apanteos, sus compañeros lo ponen de ejemplo de cómo los pandilleros se pueden transformar, aunque todavía lleva las gigantescas letras MS tatuadas en sus brazos y abdomen, señales de su antigua pertenencia a «la Salvatrucha».
Su testimonio es un historial violento que le mereció una condena de 110 años de cárcel.
Antes de Apanteos, Mejía estuvo 10 años en la cárcel de máxima seguridad de Zacatecoluca. Su llegada a «Zacatraz» fue la «antesala del infierno»: recibió una «golpiza» del personal de seguridad para «bajar la agresividad».
Intentó quitarse la vida en Zacatecoluca, pero se transformó cuando escuchó la prédica del ya fallecido pastor Édgar López. «No soy la misma persona» desde entonces, asegura.
– Dado por muerto –
Cuando tenía 15 años emigró con su familia a la ciudad estadounidense de Los Ángeles, donde se incorporó a la MS en MacArthur Park, tras conocer a unos jóvenes de su natal Sonsonate que le enseñaron a vender droga.
Más adelante le dieron zapatillas Nike, pantalones con la cintura caída y le ofrecieron ingresar a la pandilla que se había fundado a inicios de los años ochenta en el sur de California.
Al entrar «lo brincaron», como se denomina a la paliza de bienvenida, luego le dieron un arma que lo llevó a delinquir hasta caer preso y pasar dos años en una cárcel juvenil.
Una vez recobró su libertad fue deportado y llegó el 20 de agosto de 1996 a El Salvador. Regresó a Sonsonate (oeste), donde medró en la pandilla hasta alcanzar la posición de «ranflero», título de los integrantes del mando nacional de la MS-13.
Cayó detenido y en diciembre fue encarcelado en Apanteos, pero debido a su prontuario de violencia fue trasladado a un presidio con centenares de pandilleros, casi todos «manchados de la cara».
Le impusieron una pena de 110 años de cárcel por homicidios que no eran suyos, dice.
La condena lo derrumbó moralmente. «Dije: ‘aquí quedé, ya nunca más vuelvo a ver la calle'», pero tras una revisión, se la rebajaron a 24 años de prisión. El año que viene queda libre.
Cuando recobre su libertad confía en ver a su hijo de 20 años y a su hija de 17, ambos residentes en Estados Unidos.
«Hasta ahorita no recibo visitas, nadie me viene a ver, pero un día voy abrazar a mis hijos», asegura con un dejo de resignación.