Machacamarca (Bolivia) (AFP) – Son las siete de la mañana y en el altiplano se adivina entre la niebla una casa y un tanque de agua. En el suelo, miles de papas bañadas de escarcha forman un manto de apariencia rocosa como en otras granjas de Machacamarca, un pequeño pueblo ubicado al sur de La Paz.
«Así se hace el chuño«, dice Prudencia Huanca. Ella y su esposo, Egberto Mamani, desarrollan este procedimiento con las papas que cultivan en su pequeño pedazo de tierra a una hora de la capital administrativa de Bolivia, donde vivían antes de la pandemia.
Del aimara ch’uñu, este método ancestral de origen incierto y empleado también en Perú permite almacenar papas durante décadas sin que pierdan sus propiedades nutritivas: carbohidratos, fibra, vitaminas y minerales. Para esta pareja de agricultores, es un modo de subsistencia.
Sin trabajo en el turismo, del que obtenían sus ingresos antes de la crisis sanitaria, ellos decidieron volver a su pueblo y retomar el trabajo de la tierra, una tradición familiar.
«Todavía tengo de mis papás sus chuños. Mis papás murieron, pero hace más de 20 años y siguen conservados», comenta Egberto.
Según el arqueólogo Jedu Sagárnaga, este método de conservación «se conoce probablemente desde el período Formativo», entre el 2000 y el 200 a.C. En 2017, un estudio concluyó que restos de chuño hallados ese año en Perú tenían más de 5.000 años.
Mientras sale el sol, Prudencia y Egberto, de 52 y 56 años, descargan sacos con su cosecha de papa en el suelo, donde forman un collage de al menos diez variedades del tubérculo.
Lamentan las pérdidas de esta temporada. «La helada lo ha liquidado todo», dice Egberto. Si hay temperaturas bajo cero antes del invierno, las papas mueren antes de estar listas para la cosecha.
Previo a decidir qué papas se convertirán en «eternas», separan algunas para usarlas como semillas la próxima primavera y otras para consumo inmediato.
Como uvas –
Una vez elegidas las papas para chuño, Egberto y Prudencia las cargan campo abajo, donde las dejarán por tres noches para que se congelen y luego se asoleen de día, de manera que pierdan agua y volumen, la clave para que duren.
Esparcen las papas sobre la tierra y recogen las que dejaron antes. Si bien el hielo que acumularon con el paso de los días se fue evaporando bajo el sol, les queda algo de agua adentro. Para solucionarlo, se lavan los pies en un cuenco y se turnan para pisarlas, como quien pisa uvas para hacer vino.
Es un momento que reúne a la comunidad; los vecinos se ayudan entre sí mientras charlan en aimara. Algunos pisan chuño y otros pelan las papas que ya secaron.
Terminado el ritual, vuelven a dejar las papas pisadas en el pasto dos semanas más para terminar de «momificarse».
El proceso completo son 20 días y se obtiene un producto de color marrón oscuro o negro.
Una variedad con más elaboración es la tunta, que preserva el color blanco. Para obtenerla, se colocan las papas en costales permeables de plástico y se las deja en agua de río o laguna unos 20 a 30 días, al resguardo del sol.
Una fábrica natural –
«Un secreto para un buen chuño es que tiene que ser una papa arenosa y dulce», asegura Prudencia. Sus tatarabuelos, cuenta, le enseñaron la milenaria técnica.
El chuño se hace entre junio y julio, en el invierno austral, cuando las temperaturas bajan lo suficiente para que la papa se congele, es decir, unos cinco grados bajo cero.
A 3.900 metros de altitud, el extremo contraste entre el clima del día y la noche permite a la naturaleza hacer lo que en otros lugares requeriría un proceso industrial de liofilización, por el que el alimento pierde toda su agua.
Mediante esta técnica la papa se reduce a la quinta parte, lo que la hace mucho más fácil de almacenar y transportar, y resistente a varios insectos.
Una vez listo, el chuño se guarda en un lugar seco, y antes de consumir se deja unas horas en remojo y se hierve cinco minutos.
En una región inhóspita donde la tierra solo provee en ciertos momentos del año, el chuño garantiza la subsistencia. Se suele incorporar a otras preparaciones o usarse como guarnición, aunque lo típico es siempre llevar un poco para merendar en horas de trabajo en el campo.
La mesa está servida. Entre la casa y el tanque de agua, la pareja se sienta a almorzar: pollo con plátanos y papas asadas al horno de barro; y unos chuños de unos diez años. De textura blanduzca, marrones por dentro, aportan al plato un sabor amargo.
Egberto no lo disfruta. Pero pone la supervivencia por encima del gusto: «Hacemos chuño para que no falte nuestra comida».