Huayna Potosí (Bolivia) (AFP) – Un vendaval repentino silencia el crujido de los pasos en el hielo y hace ondear las faldas bajo la noche gélida. Diez mujeres aimaras escalan una montaña en los Andes bolivianos vistiendo su ropa tradicional como símbolo de liberación.
Son las Cholitas Escaladoras de Bolivia Warmis, un grupo que reivindica los derechos de las mujeres originarias a través del montañismo.
Hija de un guía de montaña, Cecilia Llusco soñaba desde niña con pisar la cumbre del nevado Huayna Potosí, a 6.088 metros sobre el nivel del mar. Sin embargo, por largo tiempo se limitó a cocinar para otros andinistas y cargar sus mochilas.
Hasta que ella y otras mujeres del campo con el mismo sueño decidieron cambiar esa realidad.
«¿Por qué no podemos ir a escalar a las montañas?», se preguntaron, y decidieron organizarse para conseguir la financiación de empresas auspiciantes.
«¿Qué están haciendo estas mujeres aquí, en la montaña? Ya no va a nevar, ya no va a llover». Esas fueron las palabras de un grupo de hombres escépticos cuando las vieron llegar por primera vez, recuerda Cecilia.
Pero nada detuvo a estas amas de casa, cocineras o porteadoras en su sueño de alcanzar la cima.
La ardua caminata transcurre siete años después de aquel primer día. Tras haber subido casi una decena de picos en Bolivia, Perú y Argentina, ahora desafían una vez más al Huayna Potosí.
«Queríamos demostrar que las mujeres somos fuertes y valientes, que podemos lograr ir con nuestra vestimenta», explica Cecilia, una guía turística de 36 años y largas trenzas.
Cuando pueden, viajan dos horas en una furgoneta alquilada desde El Alto, ciudad vecina de La Paz, hasta muros de hielo accesibles para entrenar. Son hasta 14 mujeres y en cada encuentro comparten un aptapi, un banquete aimara.
A las mujeres originarias de Bolivia se las conoce como cholas o cholitas. Aunque algunos usan esos términos con desprecio, para muchos hoy es una palabra más.
«Mucha discriminación» –
Se levantaron en la noche tras descansar en un refugio a las puertas del glaciar, se colocaron las típicas faldas plisadas de colores, o polleras, y empezaron a andar en el hielo hacia la medianoche para alcanzar la cima al alba.
Sobre su ropa de lana llevan todo el equipamiento de un montañista: cascos, crampones, piquetas, botas y polainas. Pero, en lugar de una mochila, cargan a la espalda un aguayo, tradicional bulto de tela a rayas donde guardan sus pertenencias.
«Ha habido mucha discriminación hacia la mujer de pollera», comenta Cecilia mientras reclama por la tasa de femicidios en Bolivia, la más alta de Sudamérica de acuerdo con organismos internacionales.
Los indígenas, casi la mitad de la población de Bolivia según un censo de 2012, han visto relegados sus derechos durante buena parte de la historia del país.
Polleras en el cielo –
En la madrugada solo se distingue una columna de linternas. De repente, la luz revela un muro de hielo. En fila, una a una se cuelgan de un arnés y pisan firme con sus crampones, piezas de metal con púas sujetas a las botas, para no caer al vacío.
Los primeros rayos de sol iluminan los rostros cobrizos de estas mujeres de entre 18 y 42 años. Algunas se detienen a tomar fotos del amanecer con sus celulares.
El oxígeno escasea. Pero entre grietas y precipicios, a 10 grados bajo cero, el recorrido de las cholitas continúa.
El paisaje se asemeja cada vez más al de una ventana de avión. Las montañeras parecen hormigas que atraviesan un inmenso páramo blanco.
Aunque el periplo solo se hace más duro, apenas se detienen durante las siete horas de marcha. La altura aflora dolores de cabeza y estómago, que intentan paliar con hojas de coca y chocolate. Cerca del final, dos escaladoras exhaustas abandonan el trayecto.
La última subida es angosta y empinada. Amarradas a la misma cuerda, avanzan despacio, para no resbalar.
Cuando llegan a la meta ríen, se abrazan. Cecilia baila entre las nubes.
A su hija Camila Tarqui, que con 18 años se acaba de unir al equipo, le gusta «cómo flamea la pollera» ahí arriba. «Estás casi por tocar una estrella cuando llegas de noche», dice asombrada.
Una planicie unos metros bajo la cumbre es el lugar elegido para jugar un partido de fútbol, otro pasatiempo de estas mujeres.
Tras haber conquistado en 2019 el Aconcagua, la montaña más alta de Sudamérica, sueñan en grande: quieren subir el Everest.
«Las mujeres hemos roto varias barreras… Y queremos llegar más lejos. Siempre llevar la cultura aimara en alto», asegura Cecilia.