Quetzaltenango (Guatemala) (AFP) – Decenas de niños y adolescentes se funden en largos abrazos con sus padres en un albergue de Quetzaltenango. Su peligroso viaje solos a Estados Unidos como migrantes acaba de terminar en fracaso tras su deportación desde México a Guatemala.
Del bus blanco con matrícula mexicana que estacionó el jueves frente al albergue estatal Nuestras Raíces, en Quetzaltenango (suroeste), a cuatro horas de automóvil de la capital de Guatemala, bajaron 59 menores repatriados.
«Estos 14 días que estuvimos sin verla, sin saber nada, fue terrible», dice José Mauricio, de 33 años, quien aguarda a su hija de 16.
Las identidades se mantienen en reserva. La hija de José salió hace un mes de su pueblo natal, Coatepeque, y se enteraron de que estaba detenida en México hace 14 días. Hizo el viaje junto a una prima, y ambas fueron deportadas.
Las autoridades identificaron a las menores, ubicaron a sus padres por teléfono y los citaron a una entrevista para confirmar el parentesco.
Al ver a su hija, José la aprieta fuertemente contra su pecho. Pese a la pena de tener que separarse, José cree que no hay más remedio que migrar de este país donde el 60% de sus 17 millones de habitantes vive en la pobreza.
«En Guatemala no hay como pueda ella sobrevivir con sus estudios. Fue la decisión que se tomó para que ella fuera alguien importante en la vida. Fue difícil, es la única opción porque aquí no se puede», se lamenta el padre.
Los menores de edad son los migrantes más vulnerables, señala la organización Save The Children: «La crisis migratoria en América Latina y el Caribe está impactando a decenas de miles de niños, niñas y adolescentes que, al dejar sus países sin compañía de una persona adulta responsable, se convierten en uno de los grupos más vulnerables expuestos a sufrir amenazas y violaciones a sus derechos».
Un juez federal estadounidense decidió este viernes mantener la vigencia del Título 42, un decreto del gobierno del expresidente Donald Trump que permite la expulsión inmediata de los migrantes que buscan asilo en su frontera sur.
El Título 42 no se aplica a los menores no acompañados (a menos que sean mexicanos), por lo cual muchos centroamericanos optan por enviar a sus hijos solos hacia Estados Unidos en busca de una vida mejor.
– «Sufren mucho» –
Aunque no lo admiten en público, los padres comentan que llegan a pagar hasta 150.000 quetzales (casi 20.000 dólares) para que sus hijos migren. Para ello se endeudan o algún familiar desde Estados Unidos financia la operación.
Las tarifas dependen del tipo de comodidades. «Ofrecen con hotel, sin hotel, ya hay variedad», detalla Maripaz López, la encargada del albergue, de acuerdo con lo que escucha de los migrantes. Algunos paquetes de viaje incluyen tres intentos de llegada.
Pero en el camino hay un sinfín de penurias. «Sufren muchas situaciones, los dejan sin comer, caminan de noche (…) Sufren mucho, sufren de robo, asalto, agresiones y en ocasiones violencia sexual», cuenta López, que cada semana recibe a unos 150 menores deportados en el albergue.
Este grupo de menores deportados fue hallado en «casas de seguridad», hogares donde los traficantes de personas esconden a los migrantes indocumentados hasta que pueden pasarlos por la frontera con Estados Unidos.
López dice que, cuando las cosas salen mal, los traficantes llaman a familiares que viven en Estados Unidos para extorsionarlos y, al obtener el dinero, entregan al menor a migración mexicana para su deportación.
Uno de los grupos rescatados llegó a contar que en la puerta de una casa de seguridad los traficantes colocaron tigres.
«Tuvimos unos casos muy difíciles», admite López.
– Separar familias –
Norma Pérez, de 32 años, vive en Estados Unidos y gestionó el envío de su hija de siete años desde Guatemala. Fracasada la operación, tuvo que viajar a su país natal para recibirla en el albergue.
«No se dio, yo la esperaba allá, pienso que no lo intentaría de nuevo. Se me quitó una gran pena de mi corazón, ya la vi y está bien. Por ella me fui y por ella estoy aquí», relata.
El objetivo de viajar es buscar esos sueños, cuenta. «Pero en el camino no sabemos qué va a pasar, muchos arriesgan sus vidas», dice Pérez.
«Uno se siente preocupado al no saber de él, pero al momento que uno sabe que va a regresar se siente uno contento porque vienen sanos y con salud», afirma el agricultor Lorenzo Rodríguez (49), quien espera a su hijo de 15 años.
Rodríguez es originario del poblado de Canillá, en la región de Quiché, una de las zonas más pobres de este país.
«Uno vive una calamidad bastante crítica y por eso se decide a salir a otro lado. No para todos es la suerte. Para los que es la suerte logran pasar, otros encuentran la muerte», sentencia.
«No se dejen engañar por el sueño americano, porque el sueño americano actualmente es separar familias», asegura la encargada del albergue.
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