Zitlala (México) (AFP) – «Dicen que es una gota de sangre por una de lluvia», comenta nerviosa Karina Vicente antes de su primera pelea en un apasionado ritual indígena del sur de México, dedicado al dios de las tormentas, Tlaloc, con creciente participación femenina.
En el pasado el ceremonial «era más con los hombres, pero de un tiempo para acá (las mujeres) queremos aportar en esta tradición» de más de 300 años, señala a la AFP en el municipio de Zitlala (estado de Guerrero).
De 22 años, la estudiante de psicología deja claro que aunque los latigazos «sí lastiman», la intención es que ambos sexos contribuyan a mantener esta costumbre náhuatl para atraer lluvias y buenas cosechas.
El ritual, llamado Atsatsilistli en náhuatl, consiste en que los lugareños se disfracen cada 5 de mayo de tigre, usando pesadas máscaras de cuero curtido y coloridos trajes con lunares negros, y armados con un fuete (látigo) de mecate para castigar sin piedad al contrincante.
«Me emociona mucho, pero sí tengo nervios», reconoce Karina Vicente junto a un altar católico con máscaras y cordeles de su casa.
La creencia señala que la sangre derramada en las batallas es una ofrenda para Tlaloc. El sonido de cada latigazo representa el trueno de la lluvia deseada, el amarillo -dominante en los trajes- la sequía y el azote la cola del felino.
«Orgullo» –
Las peleas se llevan a cabo en la cancha de baloncesto del pueblo, de 6.000 habitantes y rodeado de montañas.
Antes, los pobladores, divididos en dos grupos, danzan bajo el sol intenso a lo largo de calles empinadas, al ritmo de música de banda.
El perímetro del campo está enrejado para contener a la eufórica multitud, mientras los contendientes se amontonan en los accesos, pues solo entran tres parejas para enfrentarse durante unos cinco minutos.
Ninguno sabe con quién peleará hasta que están frente a frente.
«¡Vente! ¡Vente!», reta un hombre corpulento con el torso desnudo. Minutos después levanta los brazos en señal de victoria y con heridas a punto de sangrar por los latigazos de su tenaz contrincante.
Una docena de árbitros separan a los combatientes cuando optan por patadas y puñetazos.
«¡Salte!», ordena un árbitro a un hombre que sigue desafiando a su abatido rival.
Los músicos de cada equipo tocan simultáneamente y el ambiente se torna caótico, mientras se esparce el olor a mezcal (licor de agave) que beben los peladores y con el que mojan los fuetes para endurecerlos.
Tres horas después irrumpen las mujeres, que a diferencia de los hombres se saludan y abrazan antes y después del combate.
Karina, con pantalón, camiseta negra y una trenza bajo la máscara, arrincona rápidamente a su oponente con certeros latigazos.
En cuestión de minutos, su rival se quita la máscara en señal de derrota. Karina salta eufórica. «¡Me sentí bien, orgullosa!».
Preservar la tradición –
Cleofas Cojito, de 60 años, asegura que tras el ritual aparece puntualmente la lluvia, crucial para esta comunidad que vive de la siembra de maíz y la palma, con la que tejen artesanías.
Por eso festeja la incursión de las mujeres, pues a su juicio refuerza la tradición en la que «anteriormente hasta se mataban».
«Ahora existe la igualdad (de género), ya no hay tanto machismo», prosigue rodeada de sus hijas y nietos en su casa de techo de lámina.
La fiesta hace olvidar por un momento la violencia del narcotráfico que golpea a Guerrero, donde hubo 1.500 homicidios en 2021 y la pobreza alcanza al 70% de sus 3,5 millones de habitantes.
Ronny Mabel, emprendedor de 23 años, lamenta que los ancianos del pueblo se resistan aún a que las mujeres combatan en el ritual.
«Ya no existe el patriarcado, seamos sinceros, las mujeres entran, pelean, ganan. ¡Qué gusto! ¡Conservan la costumbre!», comenta Ronny.
Este año pelearon unas 30 mujeres frente a tres en 2019, cuando comenzaron a participar, y dos centenares de hombres.
Un día después de la pelea, Karina Vicente se siente adolorida, pero también motivada. «Volveré a pelear. Hay que cuidar esto que ya ganamos», afirma sonriente.