Chaviripa (Venezuela) (AFP) – En el patio de una humilde casa, cubierto con un techo de lata, una indígena venezolana de 17 años descansa en una hamaca desgastada y sucia, mientras la enfermera del pueblo carga a su bebé, que dio a luz recién en el suelo.
Vive a las orillas del río Orinoco, en el caserío Chaviripa, de 270 habitantes, 180 de ellos indígenas de la etnia eñepá, ubicado en la región amazónica del estado Bolívar (sur).
Es difícil moverse por esta zona agrícola conocida como Puente Maniapure, de unas 10.000 personas repartidas en 1.500 km2, donde la gente vive en pobreza extrema y el acceso a la salud es muy limitado.
El único hospital cercano está en Caicara, a casi dos horas en auto de Chaviripa, donde hay un ambulatorio con lo mínimo para la atención médica. Lo maneja la enfermera Carmen Olivo, responsable de este y otras docenas de partos.
«Apenas tengo guantes, no tengo tijeras», dice a la AFP Olivo, de 40 años. «Corté el cordón (umbilical) con un cuchillo y le puse una cabuyita (cordel)».
«No son las condiciones para un parto. Imagínese, un chinchorro (hamaca), en la tierra, no hay nada higiénico, no hay agua limpia, no hay nada… y esta gente está tan apartada de todo, no tiene recursos ni siquiera para salir».
En Chaviripa no hay teléfono ni radio, por lo que cuando Lidiana Requena entró en trabajo de parto, Olivo envió un mensajero para pedir asistencia al ambulatorio La Milagrosa, que maneja la Fundación Maniapure, financiado a través de donaciones y mejor dotado que el hospital en Caicara.
Cuando la atención llegó, Olivo ya había atendido el parto. La madre y la bebé fueron trasladadas al centro médico para revisar que todo estuviera en orden.
«‘Kotopa’, ¿bien? ‘Oncoma tasempe'», le dice Natalia Vivas, estudiante de medicina de 24 años a la joven madre.
Le pregunta en dialecto eñepá si siente dolor y luego le pide que respire hondo, mientras le coloca una vía y sutura las heridas causadas por el parto.
«Es importante poder comunicar, poder advertirle a los pacientes que va a doler un poco», explica Vivas. «Muchas veces no hablan español».
«No es un hospital» –
La Fundación Maniapure tiene 25 años. Tomás Sanabria, reconocido cardiólogo de 74 años y uno de sus fundadores, comenzó a visitar la zona en la década de 1960 para acampar siendo un estudiante de medicina.
«Tenían muchas necesidades, nos pedían consultas», recuerda.
En 1995 logró que la ONG Damas Salesianas financiara el sueldo de un médico rural, el auto para desplazarlo y una radio.
Hoy, La Milagrosa «se ha convertido en el centro que más pacientes recibe en la zona», asegura Sanabria. «Pero no es un hospital ni mucho menos», aclara.
Cada día, reciben entre 50, 80 y hasta 100 pacientes, que vienen de remotas comunidades, a cientos de kilómetros. Un 40% son indígenas.
Algunos caminan, otros vienen de hasta a tres en bicicletas, como Cristóbal Quilelli, que pedaleó durante tres horas para que su mujer y su hija de cinco años, que padecían fiebre y tos, fuesen atendidas.
Domingo Antonio, de 69 años, y Félix Gutiérrez, de 73, viajaron todo un día para atenderse, el primero por problemas en un riñón, corazón y próstata; y el otro, por dolores articulares.
Los pacientes reciben los medicamentos de forma gratuita y, una vez al año, la fundación organiza la visita de unos 30 especialistas que atienden a unas 1.800 personas en pocos días.
Francia es uno de los principales socios de Maniapure, con donaciones de unos 600.000 euros (USD 677.000) al año.
La fundación ha dotado además con equipos, medicinas, internet a muchos ambulatorios públicos de la zona, abandonados, además de dar formaciones profesionales para la atención médica.
«He llorado aquí, he sufrido», dice Marlene Campos, una enfermera en La Urbana, remoto caserío donde ahora puede lidiar con casos que antes tenía que referir al hospital de Caicara, a varias horas de distancia. «Cuando llegué quería irme. Ahora me siento útil».