Santa Cruz Atizapán (México) (AFP) – El doblar de campanas horrorizó durante meses a Santa Cruz Atizapán, pues anunciaba que la pandemia se llevaba a más hijos de este pequeño poblado mexicano. Pero aunque profunda, su herida atenúa con el ansiado retorno de las almas el Día de Muertos.
Tal era el pánico que suscitaba el toque fúnebre desde la imponente iglesia, que los moradores pidieron suspenderlo, cuenta Sandra Jiménez, mientras arregla las tumbas de familiares en el cementerio local.
«¡Era horrible! ¡Angustiante!», recuerda esta ama de casa de 64 años, quien perdió a dos hermanas. Atizapán (Estado de México, centro) es el municipio con la mayor tasa de mortalidad en el país por covid-19 en proporción a sus habitantes, según datos de la Universidad Nacional Autónoma de México.
De 12.894 pobladores, contabiliza 303 defunciones por coronavirus, con un pico a inicios de este año. Antes de la crisis, las muertes anuales eran unas 60, recuerda Freddy González, encargado del panteón.
«A diario eran dos o tres muertos. Hasta la noche estuvimos sepultando», relata. El camposanto tuvo que ampliar su capacidad y horario porque los entierros debían realizarse 12 horas después del deceso.
«Pero ya está más tranquilo. Ahora son dos o tres cada mes», se regocija el hombre de 29 años, quien gracias a ello permite que los deudos ingresen a desyerbar, emparejar la tierra y adornar los sepulcros, previo a la fiesta de difuntos que se celebra en México este lunes y martes.
Aunque con limitaciones, las tradiciones del Día de Muertos se reactivaron en México tras ser suspendidas en 2020, cuando el covid fue la segunda causa de muerte tras las enfermedades coronarias.
México, de 126 millones de habitantes, es la cuarta nación más enlutada por la pandemia en números absolutos con 288.365 decesos y 3,8 millones de casos, aunque su tasa de mortalidad por 100.000 habitantes es la vigesimoprimera.
Tributo –
Estela y María Luisa, hermanas de Sandra, murieron en junio y diciembre de 2020, respectivamente.
A sus 74 años, María Luisa seguía trabajando como empleada doméstica en Ciudad de México, adonde viajaba semanalmente dos horas en transporte público, considerado un foco de contagio.
Estela, de 76, falleció al agotarse su tanque de oxígeno, entonces escaso, de camino a una clínica. «Le di respiración boca a boca, pero llegó sin signos vitales», rememora Sandra.
Atizapán solo tiene un hospital para atención básica y muchos pacientes debieron ser transferidos a casi una hora de distancia, señala un paramédico del Estado de México que atendió cientos de emergencias en este municipio, donde casi 10% de la población resultó infectada.
Pero -añade- en los momentos críticos esos hospitales «estaban a reventar».
«La gente bloqueaba el paso de las ambulancias para subir a sus familiares moribundos amenazando con agredirnos», evoca el joven de 27 años, reservándose su identidad.
«Llorar no era suficiente para desahogarnos. Queríamos tirar la toalla, pero teníamos que seguir», confiesa conmovido al recordar la muerte de varios colegas.
Para honrar a los que se fueron y aliviar el dolor, él, Sandra, Freddy y la mayoría de habitantes de Atizapán prepararon coloridos altares siguiendo la tradición del Día de Muertos.
Volver a casa –
De raíces prehispánicas y la más importante de México, esta festividad celebra el regreso de las almas de los difuntos en la noche del 1 al 2 de noviembre.
Familias como la de Antonio Briseño, de 35 años, cuya suegra falleció durante la epidemia, colocan sobre una mesa retratos de sus parientes y los alimentos que más disfrutaban, velas, platos y calaveras de papel multicolor.
«Ni la pandemia acabó con el entusiasmo. Esperamos a nuestros seres queridos con mucho cariño y respeto», afirma Antonio, que puso fotos de su madre, su abuela y su suegra junto a una gran cantidad de frutas, frijoles, arroz, pollo, chocolate, pan de muerto, brandy y cigarros.
Como sus vecinos, hizo un camino con pétalos amarillos de cempasúchil -flor del festejo- desde la puerta hasta el altar para guiar a los espíritus y sus «invitados», y sahumó la casa.
También horneó sus panes de muerto (cubiertos con azúcar rosada) donde Lorenzo Torres, quien al final de las celebraciones habrá cocinado unas 30.000 unidades para sus paisanos, que solo deben llevar los ingredientes y pagar el alquiler del fogón.
Sohemi Bautista, gerente de la funeraria del pueblo que triplicó sus servicios en el pico de enero, ve las festividades «un poco apagadas», pero con «mayor valor espiritual».
Con sobriedad, Freddy colocó una ofrenda en la capilla del cementerio por quienes yacen sin identificar; el paramédico dedicó su altar a los que vio partir. «Muchos murieron con el estómago vacío», dice.
Igualmente generoso, Antonio afirma que recibió una señal de su madre quien le pide compartir la ofrenda con los presentes antes de su regreso.