Cuajinicuilapa de Santa Maria (México) (AFP) – «Todos vamos a adorar a San Nicolás que está en el altar». Enseguida, un estruendo melodioso de tambores acentúa el cántico del sacerdote ante una muchedumbre reunida en la tórrida noche de Cuajinicuilapa, sur de México.
Huele a pozole y pólvora. Entre cirios, banderines y cintas de colores, desde rezanderas hasta jovencitos exaltados festejan al patrono del pueblo.
Ropa sencilla, alegría desenfadada. En pieles, cabellos y rostros se ve la ascendencia africana, presente en México desde el siglo XVI, pero negada históricamente.
Aunque hay 1,5 millones de afrodescendientes entre sus 128 millones de habitantes, es común escuchar que «en México no hay negros».
«Somos orgullosamente afromexicanos. Me dicen: ‘¿eres cubana?’, y digo ‘no, soy de la Costa Chica de Guerrero'», cuenta Ady Cruz, danzante folclórica y devota de San Nicolás.
Cruz es la única mujer que salta al ruedo para maniobrar la «vaquita», un armazón de caña atiborrado de fuegos artificiales que iluminan sus giros al son de una orquesta.
Los primeros africanos llegaron a México con el conquistador español Hernán Cortés en 1519. Una década después se iniciaron los cargamentos humanos, acelerados entre 1580 y 1650 por la enorme mortandad indígena.
Unos 250.000 arribaron en ese lapso, especialmente desde Congo y Angola, y fueron dispersados por todo el territorio, según historiadores.
Las restricciones por el covid-19, que enluta también a Cuajinicuilapa, no amedrentan a vecinos que comen, bailan y beben antes de la procesión de medianoche.
«Lo hacemos de corazón, espero que nadie salga contagiado», añade Cruz, de 28 años.
Los afrodescendendientes son alegres, «están esperando una fiesta para celebrar», dice Hugo Sandoval, agricultor que baila para San Nicolás desde hace 22 años.
«La gente ya está enfadada de ese pinche virus», remata.
«Fiesta de los pobres»
La celebración de septiembre, la mayor del pueblo, es considerada la fiesta «de los pobres», en contraste con la de Santiago Apóstol, en agosto.
El 15,5% de los afromexicanos son analfabetos, contra la media nacional de 5,5%; solo 15% gana más de tres salarios mínimos, frente a 30% del resto de mexicanos, según cifras oficiales.
Desde el siglo XIX, el racismo normalizado de la época borró a los afrodescendientes de la historia. Solo se reconocía el mestizaje entre indígenas y europeos.
Los esclavos llegaron a la región de la Costa Chica al empezar la conquista española para trabajar en la ganadería y en las plantaciones de cacao y algodón.
En el siglo XVIII, muchos ya habían obtenido su libertad y se hicieron arrieros, pescadores o vaqueros.
Afrodescendientes de otras regiones llegaron a la región para dejar atrás la esclavitud, abolida en 1857.
Paradójicamente, el aislamiento del poder central ayudó a los libertos de Cuajinicuilapa a preservar su cultura.
«La carretera llegó muy tarde y eso permitió que no hubiera mezcla». Los afrodescendientes vivían «a su antojo, a sus anchas», dice Jorge Añorve, profesor, músico y custodio de su cultura.
Pero este enclave afrodescendiente se está extinguiendo, estima Añorve, por el histórico abandono oficial y atavismos como el afán de mezclarse con blancos para «mejorar la raza».
Con su guitarra, acompañado de una quijada de burro y una tigrera -de origen africano-, Añorve canta: «¡Adiós Cuajinicuilapa, con tus calles embachadas, con tus tuberías sin agua y un calor de la chingada!».
«Afromexicana porque quiero»
Angélica Sorrosa, de 58 años, es la única empleada del Museo de las Culturas Afromestizas Vicente Guerrero.
Desierto por la pandemia, inculca a los niños del pueblo la herencia de personajes como Guerrero y José María Morelos, héroes de la independencia.
«Se les va motivando a que vayan aceptando su origen porque existe la negación aún. ¿Quién quiere ser descendiente de esclavos?», cuestiona.
Mijane Jiménez, de 31 años, se considera afromexicana por haber «nacido, bailado, parido y comido» como sus paisanos.
«Soy afromexicana porque quiero y porque puedo», sentencia, rechazando reducir su cultura al físico.
Fundó la Red Nacional de Juventudes Afromexicanas para incidir en políticas públicas y defender derechos de la comunidad.
Otros, como el profesor José Pacheco, de 39 años, ponen nuevos cimientos.
Hace 18 años enseña a niños del barrio El Pitayo la Danza de los Diablos, dedicada originalmente a un dios africano pero incorporada hoy a fiestas católicas.
«He logrado plantar la danza, hoy en día es algo ya frondoso», dice Pacheco, mientras sus discípulos zapatean en un campo deportivo.
Con los diablos se recuerda a los «fieles difuntos y a los antepasados», imperativo en Cuajinicuilapa, añade.
Para Añorve, los afrodescendientes le pusieron «el ritmo a este país, aunque no se dice, aunque los libros no lo comentan», reflexiona Añorve.