Río de Janeiro (AFP) – El nuevo coronavirus irrumpió en la vida de Regina Evaristo tan inesperadamente como en el resto de Brasil. Un día su hijo Alan era un enfermero generoso y lleno de vida, al día siguiente estaba enfermo y 15 días después falleció.
Regina nunca recibió un último abrazo, un último adiós ni una última mirada de su hijo.
Alan, de 38 años, fue enterrado a toda prisa por sepultureros cubiertos de pies a cabeza con equipos de seguridad, una imagen repetida hasta el agobio en todo Brasil, que se encamina hacia los 100.000 muertos por la pandemia, un balance solo inferior al de Estados Unidos.
«Es una herida abierta», dice esta madre viuda de 54 años, directora de una organización de caridad, ALEA, que fundó con su hijo en 2009 en Rio de Janeiro.
«La persona desaparece. Después te llaman diciendo: ‘falleció’. Y no puedes verlo, no puedes hacer un velorio. Es un dolor elevado a la máxima potencia», agrega esta mujer de tez morena.
Alan falleció el 22 de abril, cuando en Brasil apenas se registraban 2.906 muertes por el virus.
En vez de ceder a la desesperanza, Regina convirtió la pequeña ALEA en una operación masiva. Recolectó donaciones y entregó miles de suplementos de protección individual y alimentos a personal médico de hospitales en las zonas más pobres y golpeadas por el virus.
Quiso salvar a otros médicos y enfermeras de la falta de capacitación, equipo y recursos que, según ella, mataron a su hijo.
Es una batalla cuesta arriba en un país con dimensiones continentales, donde el presidente Jair Bolsonaro ha creado divisiones al minimizar el virus como una «gripecita».
Morir abandonado
Regina Evaristo, que estudió teología y contabilidad, tuvo diversas experiencias laborales antes de dedicar su fe cristiana a la beneficencia y entrar en contacto con las favelas, donde su organización actúa.
Aún así, nada la preparó para las escenas de pesadilla que encontró en los hospitales públicos, al borde del colapso por la pandemia del nuevo coronavirus.
«Tengo videos de personas (…) en el mismo hospital donde estaba Alan que fueron abandonadas, porque el personal médico no tenía suficientes equipos de protección. No podían ni llevarles comida», cuenta.
«Muchas personas murieron abandonadas», afirma.
Los profesionales de la salud también han sido duramente golpeados por la pandemia del coronavirus: más de 300 enfermeras y técnicos han fallecido por la covid-19, una de las cifras más altas del mundo, según el Consejo Federal de Enfermería (Cofen).
Los enfermeros protestaron para exigir el pago de salarios atrasados y condenar la rampante corrupción en el sistema de salud público, que va desde la malversación de fondos para material de protección o destinados a hospitales campaña que nunca se construyeron.
«Lo que más mató gente no fue la covid, fue la corrupción», fustiga.
Del luto a la lucha
Regina Evaristo tuvo tres hijos biológicos, dos de los cuales fallecieron, y diez adoptados, entre ellos Alan, que llegó a la familia con 12 años de edad.
Ella recuerda que Alan se convirtió en el mediador de la familia y quien ayudaba a mantener la paz entre sus hermanos y hermanas.
«Cuando todos están bien, yo estoy bien», cuenta que decía Alan.
«Era una persona muy equilibrada, con vocación para la ayuda humanitaria. Tenía una predilección por trabajar en emergencias», agrega su madre.
Alan, con 20 años de experiencia en enfermería, trabajaba en la sala de emergencia del hospital público Carlos Chagas, en el noroeste de Rio.
En el inicio de la pandemia, fue diagnosticado con coronavirus después de presentar un cuadro de fiebre el 7 de abril. Le había dicho a su familia que no había de qué preocuparse.
Tres días después fue hospitalizado por problemas respiratorios y a los tres días fue entubado.
Poco antes había llamado a su madre para decirle que estaba bien y que cuando saliera del hospital iba a resolver un problema que ella tenía con el auto.
Esa fue la última vez que Regina Evaristo habló con su hijo.
Alan dejó a una esposa y una hija de nueve años.
«En ese momento difícil yo tenía dos caminos: quedarme con el dolor y lamentándome, o poner en práctica lo que siempre conversamos [con Alan]: hacer lo mejor… transformar el luto en lucha», afirma su madre.