Calarcá (Colombia) (AFP) – Entre un tupido bosque andino sobresale la cabeza blanca de Alberto Gómez. Cuando estalló la pandemia en el segundo país más biodiverso del mundo, convirtió en su casa el jardín botánico que fundó hace más de cuarenta años en Colombia.
Sin los treinta trabajadores que lo acompañan habitualmente y lejos de su familia en Bogotá, el hombre de 72 años trabaja día y noche para mantener a flote el proyecto de su vida.
«Estoy viviendo aquí, en este jardín botánico del Quindío (oeste), desde el mes de marzo porque aquí me cogió la pandemia», dice a la AFP en medio de 600 especies de plantas nativas que crecen a lo largo y ancho de 14 hectáreas de tierra.
Cuando Colombia entró en confinamiento el 25 de marzo para evitar la expansión del nuevo coronavirus, el parque ecológico dijo adiós a su principal sustento: el turismo. Unas 60.000 personas visitaban anualmente el jardín situado en plena zona cafetera, en el municipio de Calarcá.
Desde entonces Alberto es jardinero, vigilante, empleado doméstico, administrador y «dictador», reconoce entre carcajadas, «porque aquí no se mueve una hoja sin mi consentimiento».
Para seguir pagando los salarios de sus empleados, tocó las puertas de los bancos sin éxito. Luego recurrió al «crédito de usura» y lanzó un grito de auxilio en redes sociales.
«Este jardín fue (…) por decirlo de alguna manera gráfica, parido por mí», recuerda. Y antes que marchitar su sueño la crisis lo empujó a renovarse.
«Nos reinventamos, como dicen ahora», dice y se ríe.
Socorro
Abogado de profesión, Alberto empezó a interesarse por las plantas hace unos 50 años, cuando se convirtió por azar y por querencia en «jardinbotanólogo». El derecho le ha permitido sobrevivir económicamente y darle rienda suelta al centro de conservación ecológica.
«Me fui metiendo en un mundo fascinante. Como dicen los españoles, fue como descubrir otro Mediterráneo», explica.
Orquídeas, bromelias, lauráceas, suculentas, plantas carnívoras, acuáticas, medicinales, un museo de palmas, otro de geología y suelos, un zoológico de insectos, un mariposario, un jardín para niños con plantas de otras partes del mundo, una biblioteca de ecología, un auditorio y una sala de cine integran el jardín donde Alberto pasa el encierro.
Con la firma del histórico acuerdo de paz de 2016 que disolvió a la guerrilla de las FARC, «aumentamos del 5% al 20% los visitantes extranjeros», pero «la cuarentena colapsó el turismo internacional, nacional y local», lamenta.
Entonces se lanzó en «una especie de reingeniería» con una campaña que llamó «SOS por el Jardín Botánico del Quindío». Protagonizó un video en el que invita a comprar árboles, apadrinar plantas o zonas del jardín y apoyar proyectos con donaciones.
En una finca aledaña, los 30 empleados sembraron más de 70.000 ejemplares de plantas nativas de 37 especies y, con las ventas, Alberto pudo pagar los salarios de mayo y junio.
Su propósito es salvar del cierre este lugar que sobrevive «en medio del caos de las deforestaciones, de la degradación de ecosistemas, del calentamiento global y de la extinción de especies nativas», asegura. Y está teniendo éxito.
«Destrucción ecológica»
Cuando apenas clarea el día, a las 5H30 de la mañana, Alberto se despierta «con los cantos de las aves».
A esa hora «empieza la sinfonía y yo con esa sinfonía me levanto», describe. Colombia ocupa el puesto número uno en variedad de pájaros y en este jardín se han identificado 176 especies.
Tras un breve desayuno ‘jardinea’ en los estanques de plantas acuáticas porque, según dice, «es lo mejor que puede hacer uno en la vida para apaciguar el espíritu».
El resto del día desarrolla proyectos, investiga y busca recursos para financiar el jardín botánico que lleva más de cien días sin el mantenimiento necesario y, por esto, crece «en estado salvaje».
Presidente de la ONG Red Nacional de Jardines Botánicos de Colombia desde 1996, Alberto cree tener una responsabilidad imperiosa.
«La tarea que hay para salvar a Colombia de la destrucción ecológica es urgentísima (…) y no podemos esperar ni siquiera a nuestros hijos, sino que la tenemos que hacer nosotros ahora», subraya.
Hacia las 21H30, Alberto cierra su jornada laboral con un café. «Todos los días en esta pandemia para mí son iguales. No hay diferencia entre domingo o un lunes», sostiene.
En su mente hay proyectos educativos, planes de publicar un segundo libro y el deseo de aprender francés durante la cuarentena. «Lo único que tenemos prohibido en este jardín, en resumen, es dejar de soñar», concluye.
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