Cumaná (Venezuela) (AFP) – Ana llora cada vez que cocina sopa de pollo, plato favorito de su hija quinceañera. «Me la arrancaron de los brazos», dice al recordar el último mensaje de Luisannys antes de zarpar clandestinamente hacia Trinidad y Tobago, una travesía para huir de la pobreza que deja decenas de venezolanos desaparecidos.

«Mamá, te quiero, te extraño mucho», le escribió a su teléfono el 23 de abril de 2019, horas antes de desaparecer en el mar.

Sentada en la sala de su casa en Cumaná (estado Sucre, noreste), junto a un viejo retrato de Luisannys con la túnica azul y el birrete que lució al culminar la primaria, Ana Arias dice a la AFP que sospecha que su hija fue «vendida» por redes de tráfico humano.

Son, denuncia el diputado opositor Robert Alcalá, «mafias» que prosperan con la emigración ilegal en precarias embarcaciones que navegan unos 140 kilómetros desde Güiria, pueblito sucrense donde confluyen el Caribe y el Atlántico, hasta Trinidad y Tobago. «Las mujeres son explotadas sexualmente y los hombres en trabajos rudos» en fincas o fábricas, señala Alcalá.

Ana, en cuarentena por el nuevo coronavirus, lleva meses sin ver avanzar las investigaciones: «Nadie responde».

Siete días antes de aquel mensaje, Luisannys salió de casa a medianoche con dos compañeras del liceo, con la excusa de buscar una camiseta. Ana no volvió a verla. Lo último que supo de la menor de sus dos hijas es que abordó una lancha que naufragó.

Como Luisannys, adolescente de cabello rizado y piel canela, un centenar de migrantes ha desaparecido en viajes clandestinos a Trinidad y Tobago, Curazao o Aruba en los últimos dos años.

La agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) advirtió que ese fenómeno «muestra la desesperación» de quienes huyen de una profunda crisis socioeconómica. La ONU estima en 4,9 millones el éxodo de venezolanos desde 2015, unos 24.000 con Trinidad y Tobago como destino.

Autoridades de la isla, que desde 2019 exigen visa a viajeros de Venezuela, negaron comentarios al ser consultadas por la AFP.

«Mamá, ¡me quiero ir!»

Vecinos vieron a Luisannys forzada a subir a un auto, relata Ana, quien dos días después recibió una llamada telefónica.

– Mamá, ¡me quiero ir!

– Hija, ¿dónde estás?

– Ellas me dicen que para dejarme ir debo pagarles lo que gastaron en mí (…), 200 dólares.

Ana, costurera de 40 años, lo recuerda ahogada en lágrimas. Policías identificaron el origen de la llamada, Güiria, donde los presuntos secuestradores llevaron a su niña a hacerse una manicura.

«Esa chamita estaba llorando mucho», contó a Ana una manicurista que identificó a Luisannys por marcas de una descarga eléctrica que, jugando, sufrió de niña: un dedo deformado y otro parcialmente amputado.

Ana nunca oyó que Luisannys, estudiante de bachillerato que deseaba ser enfermera, planeara migrar.

«Nada le faltaba», reflexiona. «Quizá se fue engañada, bajo coacción o le lavaron el cerebro».

«Te montas o te mueres»

El día del naufragio, Ana recibió una llamada anónima: «Su hija está ahogada (…). El bote donde iba se hundió».

Viajó seis angustiantes horas de Cumaná a Güiria por una deteriorada carretera plagada de asaltantes.

Al llegar, le mostró fotos de Luisannys a uno de los nueve sobrevivientes del naufragio de la lancha ‘Jhonnailys José’ con 33 ocupantes, una mujer que le relató que la joven lloraba pidiendo quedarse en tierra. «Tú decides, o te montas o te mueres», le respondieron.

Solo se rescató un cadáver.

Por el caso, la Fiscalía venezolana acusó a seis mujeres y tres hombres por trata de personas para «explotación sexual».

«Negligencia»

Aunque el flujo ha disminuido por la pandemia, los zarpes clandestinos siguen, indica Alcalá. Los viajeros provienen de todo el país.

El 16 de mayo de 2019 naufragó el bote ‘Ana María’, donde viajaba Andy, hijo de Isidro Villegas, marino de 54 que navegó tres días buscándolo sin éxito y que acusa al Estado de «negligencia».

En La Playita, pequeño puerto donde retumban martillazos por la reparación de botes, Isidro era esperado por Yoselyn, espigada morena de 35 años que viajó en bus desde Caracas para tener noticias de su hermano Govanny, ocupante de esa embarcación, quien trabajaba en una empaquetadora de azúcar en Trinidad y Tobago.

Govanny «pretendía quedarse en Venezuela», pero no pudo más con la crisis, relata Yoselyn a la AFP.

Su habitación en la Cota 905, violenta barriada caraqueña, sigue intacta. Su familia guarda una enorme pancarta con su última foto, sonriente con dos amigos, usada en protestas que exigen respuestas a la Fiscalía.

«Estamos mal»

Enrique, como solicitó ser llamado al pedir reserva de identidad, piensa irse cuando pase la emergencia por la COVID-19.

Vendedor de hortalizas en el mercado de Güiria, donde el olor a pescado se mezcla con el del curry importado de Trinidad y Tobago, Enrique, de 31 años, puso en venta una guitarra eléctrica, una cámara fotográfica y una computadora para reunir 300 dólares para su viaje.

Se siente decepcionado. «Fui chavista (…), pero estamos mal».

Aunque es «inevitable» sentir temor, se encomienda «a Dios».

Ana también reza. Guarda una fotografía divulgada por la Fiscalía en la que aparecen 12 mujeres tras un allanamiento, una con el rostro cubierto por el cabello. Se aferra a que su hija viva: «Es ella».