La Habana (AFP) – Los habaneros dicen que el malecón es su sofá, que quien se sienta allí mirando al mar está triste y quien mira hacia la ciudad está alegre. Su vida transcurre arrullada por las olas y sus historias construyen una Habana de cinco siglos.
– Un breve viajero en el tiempo –
Yosbel Sosa conduce una «máquina del tiempo», un Chevrolet Impala descapotable negro de 1959 que lleva a los turistas a la década del 50, cuando La Habana se detuvo después de la Revolución de ese año. «Tener un coche antiguo ayuda. El turista quiere conocer la parte antigua, la historia de hace 500 años», dice.
Es chofer en Nostalgicar, un emprendimiento privado que reforma autos clásicos y ofrece paseos por la ciudad. En su trayecto es inevitable que le caiga encima un manto de deterioro: algunos rincones de la ciudad huelen a humedad, a ropa guardada y a quietud.
Pero también transitan por una ciudad viva que recupera, con reliquias como el Capitolio, coronado con oro de Rusia, sus estructuras coloniales, sus palacetes, sus edificios Art Decó, nuevos hoteles cinco estrellas, la emblemática Plaza de la Revolución y su malecón latigueado por el mar.
Yosbel tiene 33 años y dejó las clases de derecho. En un país donde la mayor parte de la población trabaja para el Estado con sueldos promedio de 50 dólares mensuales, él optó por el turismo, importante motor económico de Cuba, que recibió a 4,75 millones de visitantes el año pasado.
«Algunas veces salgo muy temprano y regreso tarde, cuando mis hijos están durmiendo. Me entristece no verlos ni jugar con ellos. Pero la familia está contenta con mi trabajo», explica.
Cuando acaba el viaje al siglo XX, usa el transporte público y vuelve al siglo XXI, donde su esposa y sus dos hijos lo esperan en casa para el beso de buenas noches.
– El almirante de Cayo Hueso –
Roberto Molina pesca desde el sofá de La Habana, un largo mueble de concreto con vista al Atlántico. Tiene 69 años y lleva casi la mitad de su vida «respirando este airecito rico, sabroso, y el sol, que es lo más importante», cuenta.
Alguna vez Cuba tuvo su flota de pesca. Hoy pequeñas lanchas proveen al país del pescado, privilegiando la distribución estatal. Rara vez sale a la venta. Quienes lo demandan son los restaurantes privados y a diario cientos de habaneros llegan con cordeles y cañas a tratar de coger algo para comer y vender.
«Pescado hay en La Habana, pero hay que pescarlo primero», asegura. Eso sí, él no navega. «Lo mío es el malecón. En el mar no se me ha perdido nada», dice. Vive en el barrio de Cayo Hueso, en Centro Habana, a 400 metros del mar.
Desde su posición se divisa el faro del Morro, que recibe los azotes de la marea alta y de los ciclones. «El malecón se pone soberbio con un huracán, todo Centro Habana se inunda. Es inevitable, cosa de la misma naturaleza», dice.
Allí, en 1994, en plena crisis tras la caída de la Unión Soviética, unas 45.000 personas se lanzaron en balsas hacia Florida. El «período especial». Una turba se aglutinó en el malecón, protestando. «Pero llegó -dibuja con su mano una barba en su mentón- y todos pa’ su casa», cuenta. Muchos cubanos reemplazan el nombre de Fidel Castro con ese gesto.
Su rutina incluye caminatas, filas para trámites y la recepción de alimentos que el Estado le provee. Todo, con humor. «El habanero es alegre, si está triste es porque es un aburrido. Si resuelves hoy, resolviste. Si no resuelves mañana, te jodiste. Pero de todas maneras vas a resolver».
– Un hada que navega –
Cuentan que un hada descendió a la tierra, cayó sobre el jardín de una bruja y aplastó su flor favorita. En represalia recibió un hechizo: convertida en plata, no podría volar más y quedaría condenada a caminar por las calles de La Habana Vieja.
El hada Beatriz Estevez tiene 29 años, dejó los estudios de derecho y encontró en el arte su realización. Es artesana, actriz, estatua humana y ejecuta su «performance» en la calle Obispo, plagada de turistas y de restaurantes con bandas de son cubano.
«Mi papá puso el grito en el cielo. Pero también me dijo, ‘ay mija, tú ganas en el día lo que yo gano en un mes, no puedo decirte nada'». Su padre es ingeniero naval.
El hechizo no le impide navegar. Cuando acaba la jornada y el cielo pinta de naranja el mar que baña el malecón, toma una barcaza que atraviesa la bahía de La Habana en 7 minutos hasta Regla, «un pueblo de campo en la ciudad», dice.
«Los reglanos son más espirituales, relajados. Todo el mundo se conoce, se sientan en las puertas de la casa, hay buena energía», cuenta Beatriz. En el pueblo está la iglesia de la Virgen de Regla, que convive en armónico sincretismo con la santería africana.
La mayoría de sus habitantes trabaja en La Habana. «Segura estoy que es la energía de cruzar el mar todos los días, pero algo ocurre ahí que la gente es mucho más calmada. Vienen aquí a descansar, no a trabajar».
– La doctora que va a pie –
Alina González no tiene auto. Con las sanciones de Estados Unidos se complicó el abastecimiento de combustible y el ya deficiente transporte público en la isla.
Así que esta geriatra de 57 años camina dos kilómetros hasta el Centro de Investigaciones sobre Longevidad (Cited), donde trabaja.
«Somos parte del pueblo, somos el cubano de a pie y eso nos identifica mucho con nuestros pacientes. Los problemas que ellos tienen son los que nosotros tenemos», cuenta.
En Brasil o en Miami, alguien con su experiencia tal vez tiene su propia clínica, una camioneta, agenda y refrigerador llenos. En La Habana ella cuida de centenarios, que superan los 2.000 en un país de 11,2 millones de habitantes y una esperanza de vida de 79,5 años, como en el primer mundo.
En Cuba la universidad es gratuita y muchos médicos se enrolan en brigadas que prestan servicio en el extranjero para que el país obtenga divisas. La OEA cuestiona el programa porque los médicos se quedan sólo con una pequeña parte del salario devengado.
El gobierno asegura que esos recursos subvencionan la educación y la salud. «Me gusta mucho lo que hago, amo mi profesión, amo a mi familia, amo mi ciudad, amo mi país», dice Alina.
«Que hay dificultad es verdad, que es un reto a veces llegar a la casa, tener la conversación íntima con mi refrigerador que yo abro y digo, qué voy a cocinar hoy», cuenta.
Casada y con una hija, le diagnosticaron cáncer de mama hace siete años. Le dieron pocas esperanzas, pero se trató y vive con ganas de seguir contemplando el mar.
«Quiero entrar a ver un museo, el puerto, coger la lanchita, cruzar la bahía y regresar (…) seguir caminando por sus bellos parques, por el malecón, por todo su esplendor, por mucho tiempo». Allí, desde el sofá con vista al mar.