Huitzuco de los Figueroa (México) (AFP) – En busca de hundimientos de tierra que delaten cadáveres putrefactos, María Herrera, una anciana de 70 años, barre con una vara hojas secas en un cerro del poblado mexicano de Huitzuco con la férrea esperanza de encontrar, al menos, algún resto de sus cuatro hijos desaparecidos.
«Recuerden que los cuerpos sueltan gases y hacen que la tierra se eleve y luego cuando se descomponen más se miran hundimientos», indica, con la voz quebrada, a un centenar de personas que rastrean fosas clandestinas usando picos y palas, y que son parte de una brigada independiente en el convulso estado de Guerrero (sur).
Los reportes oficiales de desaparecidos en México aumentaron vertiginosamente desde diciembre de 2006, a la par de la militarización del combate contra el narcotráfico, y hoy suman más de 40.000.
Las estadísticas incluyen dos o más personas de una misma familia secuestradas en el mismo momento.
Pero existe un subgrupo aún más trágico: aquellos que desaparecieron buscando a sus familiares previamente raptados.
María Herrera, una mujer canosa de ojos pequeños y negros, es la cara más visible de esta veintena de familias que han muerto en vida más de una vez.
– Coincidencia fatal –
Tuvo ocho hijos en Pajuacarán, Michoacán (oeste), donde sólo se sobrevive de la agricultura o migrando a Estados Unidos, pero ellos cambiaron su historia. Incursionaron en la venta de vajilla y luego en el comercio de oro por todo el país.
En uno de sus rutinarios viajes empresariales, en agosto de 2008, sus hijos más chicos, Raúl, de 19 años, y Jesús Salvador, de 24, llegaron a Guerrero cuando ocurría un sangriento ajuste de cuentas entre narcotraficantes.
«Mis hermanos desconociendo esa información llegan a Atoyac de Álvarez», Guerrero, junto con cinco empleados y unos 90.000 dólares al tipo de cambio de la época en efectivo y oro, narra Juan Carlos, otro de los hijos de Herrera.
Sospecha que un cártel local los confundió con delincuentes de un grupo rival y fueron detenidos en connivencia con policías locales.
A pesar de los riesgos, la familia comenzó a buscar por su propia cuenta: contrataron investigadores privados, tocaron puertas gubernamentales. Nada funcionó y el padre, Guillermo Trujillo, murió de un infarto cerebral en febrero de 2009.
La tragedia se ahondó cuando se quedaron sin dinero y entonces Luis Armando y Gustavo, de 25 y 27 años, padres de tres niños, decidieron retomar el negocio del oro.
«Vamos a trabajar para buscar a nuestros hermanos porque igual la delincuencia se los lleva a diferentes partes y ojalá los encontremos», le dijo Gustavo a su madre, según ella recuerda.
– Técnicas de búsqueda –
El 22 de septiembre de 2010 Gustavo Trujillo Herrera se comunicó con su esposa desde Poza Rica, Veracruz. Fue el último día que supieron de él y de su hermano Armando.
Descubrieron que, momentos después de esa llamada telefónica, ambos fueron detenidos por policías. Juan Carlos cree que cuando los uniformados descubrieron que buscaban a sus hermanos decidieron «desaparecerlos».
La señora María y sus otros cuatro hijos, entre ellos una mujer, se mudaron al centro del país para concentrarse en las investigaciones. Dejaron atrás la casa familiar y en ella el enorme comedor en el que soñaba que siempre comerían sus ocho hijos, sus nueras y sus nietos.
Suplicó ayuda incluso al ahora expresidente Felipe Calderón (2006-2012) en un acto público. Con el tiempo, perdió la esperanza de encontrarlos con vida.
Años después, en 2016, hizo su primer rastreo en Veracruz.
Desde entonces ha aprendido técnicas de búsqueda de cadáveres asesorada por antropólogos forenses, como clavar varillas de hierro en forma de T para saber si bajo la tierra hay gases fétidos producto de la descomposición.
México es «una enorme fosa clandestina», reconoce el subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas. Cifras oficiales indican que se ha descubierto un millar de tumbas ilegales, y alrededor de 26.000 cadáveres que yacen en morgues no han sido identificados, según el presidente Andrés Manuel López Obrador.
Su gobierno anunció este mes un plan para buscar a los desaparecidos, que incluye la creación de un nuevo instituto forense.
«Seguiremos buscando, pero por Dios, que identifiquen a los que ya hemos hallado», suplica Herrera.
– «Creí que era un hueso» –
La trágica lista de pérdidas de María, que ahora se dedica a vender muñecos y uniformes en su empobrecido hogar, casi aumenta hace seis meses cuando un desconocido intentó atacar con un arma a Juan Carlos, de 41 años, quien logró escapar saltando la barda del patio de su casa.
La magnitud del caso de la anciana motivó a un juez a ordenar que la Cancillería aceptara la competencia del Comité contra Desapariciones Forzadas de la ONU.
Una de las jornadas de la Cuarta Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas, en la que participó la mujer entre enero y febrero, transcurrió en un cerro conocido como Antena de los Timbres, en Huitzuco.
Es el mismo pueblo al que pertenecían los policías corruptos involucrados en la sonada desaparición de 43 estudiantes de magisterio en septiembre de 2014.
Custodiados por policías federales en camionetas artilladas, los familiares descubrieron un cadáver que más tarde examinaron peritos.
Con la fe renovada, Herrera inspeccionó con su vara entre matorrales de largas espinas. A su paso, encontró una formación rocosa blanquecina que brillaba con el fuerte sol.
«Creí que era un hueso, pero es una piedra», susurró antes de aventarla decepcionada.
Los familiares concluyeron esa jornada con las entrañas revueltas y ningún otro hallazgo, pero la brigada halló siete cadáveres y unos 100 restos humanos entre el 20 de enero y el 2 de febrero.
«Cada vez que subimos a un lugar de estos tan inhóspitos implica un sufrimiento… ¿Quién escuchó sus gritos de dolor? ¿Quién escuchó sus últimas palabras? No hubo nadie, nadie que los escuchara», dice Herrera mientras ahoga el llanto.