Ciudad Juárez (México) (AFP) – Hasta hace dos años, Víctor podía ver tierra adentro el territorio de Estados Unidos con solo salir al patio de su casa en México. Hoy, barrotes de acero de casi seis metros de altura erigidos entre Ciudad Juárez y el estadounidense Nuevo México obstruyen su horizonte.
La estructura metálica que separa a ambos países, y que el presidente estadounidense Donald Trump ansía extender y reforzar por más de 3.000 km de frontera, se ha convertido en campo de juegos para este niño mexicano de 10 años de la zona desértica de Anapra, sobre la línea fronteriza.
«Los ‘migras’ (agentes migratorios estadounidenses) son mis amigos, a veces me dan dinero, me dan un dólar», asegura luego de jugar a subir y deslizarse por los largos barrotes de acero junto a sus perros.
La muralla sirve también de arco cuando Víctor y sus amigos se animan a jugar fútbol, y es terreno ideal para vertiginosas competencias de escalada entre los niños de la zona.
– Dos visiones –
Para Víctor la barrera es parte de su paisaje y su vida cotidiana, un radical contraste con la visión de Trump.
El mandatario estadounidense apuesta por convertirla en la máxima defensa contra la migración ilegal, un fenómeno que se ha agudizado desde octubre pasado con la llegada de miles de centroamericanos viajando en caravanas y que huyen de la miseria y la violencia que golpea a sus países.
Trump considera el fenómeno una «crisis de seguridad nacional», consigna que repitió el martes en un discurso desde el Despacho Oval de la Casa Blanca, donde con tono dramático intentó convencer a la opinión pública de la necesidad de obtener 5.700 millones de dólares para erigir su barrera fronteriza.
Lo más cercano a una «crisis de seguridad» que Víctor ha vivido en torno a la barrera fue un simulacro desplegado a finales de noviembre por la Patrulla Fronteriza a pocos metros de su casa y en el que lanzaron bombas de humo.
«Primero me asusté cuando empezó a tronar pero luego aventaron humo de colores y se veía bien chida (impresionante)», relata.
Para los habitantes de Ciudad Juárez, que viven y trabajan en constante vaivén entre ambos lados de la frontera, el mayor temor es que las multitudinarias caravanas y la agresiva respuesta de Trump deriven en un cierre total de los puentes internacionales.
Cientos de miles de ellos cruzan por ellos diariamente para trabajar, estudiar, hacer compras o visitar a familiares.
– «No nos vayan a cerrar el paso» –
En semanas recientes, los juarenses y sus vecinos de El Paso, en Estados Unidos, han creado grupos de redes sociales donde comparten los tiempos estimados de cruce y las medidas de revisión y seguridad que se implementan en los puentes.
«Es bueno que vayan a intentar una mejor vida, (pero) que lo hagan de manera ordenada para que esté tranquilo el puente y no nos vayan a cerrar el paso», dice Francisco Vázquez, vecino de Juárez, mientras observa a unos 30 migrantes de diversas nacionalidades que entran a Estados Unidos por el puente.
Edwin Zuleta, quien partió hace un año de Venezuela junto a su esposa y sus cuatro hijos, logró cruzar el miércoles a El Paso, Texas, para solicitar asilo político tras 10 días en Juárez.
Considera que buscar una vida mejor en el lugar que le plazca es «un derecho humano» que Trump no le puede negar.
«Desde que empezó su gobierno él (Trump) dijo que iba a hacer el muro. Pues ya se va a acabar su gobierno y no lo ha podido hacer, y Dios quiera que no lo haga», afirma Zuleta.
Aunque el aumento del número de guardias migratorios y del tiempo de espera para cruzar, especialmente en horas de entrada y salida de trabajo y escuela, incomoda a los habitantes fronterizos, son ellos mismos quienes más han apoyado a los recién llegados.
Vecinos de Juárez, El Paso y Nuevo México han donado ropa, comida, juguetes e incluso han cooperado para que la Casa del Migrante de Juárez pueda pagar el gas y sus residentes cuenten con agua y comida caliente en pleno invierno.
Unos 3.100 migrantes han pasado por el albergue en los últimos tres meses, mientras preparaban su ingreso a territorio estadounidense para solicitar asilo o refugio.
«Desde noviembre he tenido que levantarme hasta dos horas más temprano para alcanzar a cruzar, sobre todo los viernes», dijo Adriana Sánchez, ciudadana estadounidense que vive en Juárez pero trabaja en Nuevo México como maestra de escuela primaria.
«Ese muro es psicológico porque no va a detener a los migrantes, ni nos va a separar a los habitantes de un lado y otro, pero ahí está. Y ya no nos deja ver del otro lado», añade Sánchez.