Tlacotepec (México) (AFP) – En las montañas del violento estado mexicano de Guerrero (sur), se escucha una historia casi repetitiva entre los civiles armados que patrullan la zona o policías comunitarios: «fui secuestrado por el crimen organizado y por eso me levanté en armas».
Juan Carlos Ramos, de 30 años, cuenta esa historia. Inmerso en la vorágine violenta de Guerrero con un saldo de 2.318 asesinatos en 2017 -la mayor cifra de todo México, que registró su año más sangriento en dos décadas– resguarda Teloloapan, su poblado natal, con rifle en mano y pistola al cinto.
«Estuve secuestrado siete meses por la Familia Michoacana, mi hermano estuvo secuestrado cuatro meses», dice Ramos a la AFP, al referirse al grupo criminal que actuaba en el vecino estado de Michoacán. Acab+o siendo liberado por militares.
Para Ramos, quien suele trabajar en un taller mecánico y hoy va uniformado de color caqui como si fuera a una batalla en el desierto, su secuestro fue razón suficiente para unirse con su hermano a la policía comunitaria.
«Somos la mayoría los que queremos tranquilidad», dice. «Es otra revolución», agrega su hermano Luis Alberto, un transportista de 32 años, también armado.
En Guerrero se han levantado movimientos similares a la policía comunitaria desde 1995, cuando nació la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC), la cual posteriormente conformó su propio sistema de justicia.
Con la ola de violencia ligada al crimen organizado, aparecieron más grupos de civiles armados por todo el estado con la consigna de impedir el acoso de criminales.
«A mí me secuestraron a mi esposa, (fue) la Familia Michoacana. Después secuestraron a mi hijo», dice Misael Figueroa, de 46 años, maestro convertido en uno de los líderes de la policía comunitaria de Apaxtla.
Para Figueroa, quien habla velozmente como si alguien lo persiguiera, la policía comunitaria «es una segunda revolución», luego de la gesta de 1910 -la «Revolución Mexicana»-, cuando campesinos se levantaron contra un gobierno alejado por completo de las clases populares, sumidas en la miseria y la marginación.
– Comunitarios contra la violencia –
A mediados de marzo, en el poblado de Tlacotepec se concentraron cientos de policías comunitarios para exigirle al gobierno estatal que ponga fin a la violencia. Ahí estuvieron Figueroa y los hermanos Ramos.
Los comunitarios llenaron las calles del poblado cargando rústicos rifles e incluso hasta algún que otro fusil de asalto. Algunos traían, como por instinto, el dedo en el gatillo, otros dejaban descansar el arma en la espalda.
Los tres hombres arribaron en camionetas pick-up, marcharon por las anodinas calles en las había sólo dos policías desarmados hasta llegar a una pequeña plaza de toros, donde escucharon las arengas de sus líderes.
Según los coordinadores, tan solo en el municipio de Heliodoro Castillo, donde se localiza Tlacotepec, hay 1.500 policías comunitarios. Sumados los de localidades cercanas como Mezcala, Cocula, Apaxtla y Teloloapan, alcanzan casi 7.000.
Muchos dicen subsistir de las donaciones que dan las comunidades que protegen.
Sin embargo, cada grupo de comunitarios tiene sus particularidades.
Algunos deben enfrentar el constante embate de bandas dedicadas al secuestro y la extorsión. Otros actúan rayando la criminalidad pues varios de sus miembros admiten que cultivan amapola, de donde se obtiene la goma de opio, precursor para la heroína.
En Guerrero, también uno de los estados más pobres de México, el cultivo de amapola es la subsistencia de muchas familias.
Uno de los coordinadores de la policía comunitaria de Tlacotepec, cuya identidad está reservada por razones de seguridad, acepta que en ese poblado hay un grupo dedicado a la amapola con el que conviven pacíficamente. No secuestra ni extorsiona, dice, sino que «protege a su pueblo».
Los comunitarios armados acompañan el recorrido de la AFP por los campos de amapola, cuya imagen postal, con tono rosado, rompe con la monotonía del paisaje de las montañas.
El líder reclama también que no hay opciones en esa zona de Guerrero. «Cabrones, ¿cómo no ponen una pinche empresa aquí o una fábrica para que la gente ya no cultive esa cosa?»
– «No es vida» –
A unos 80 km de Tlacotepec, Misael Figueroa y otros integrantes de la policía comunitaria de Apaxtla tienen que combatir el secuestro y la extorsión.
«Lo único que queremos es que regrese lo que tuvimos nosotros, la tranquilidad que tuvimos», dice mientras realiza una guardia nocturna en un puesto de vigilancia.
Varios comunitarios confiesan que sueñan con dejar a un lado las armas y volver a sus oficios.
«No es vida estar viviendo con esta tensión», dice Laurencio Miranda, un maestro de 45 años que ahora porta chaleco, rifle y pistola.
«A las autoridades les corresponde su papel. A nosotros las plumas y la herramienta», agrega.
Pero el momento de dejar las armas en este estado parece lejano aún: en el primer bimestre de 2018 hubo 367 homicidios en Guerrero.
«Algún día, esa es mi esperanza, yo podré guardar mi arma y vivir tranquilamente», dice Juan Carlos Ramos.