México (AFP) – En Tlacotepec, en las montañas del violento estado de Guerrero, en el sur de México, decenas de civiles armados caminan con rifles y vigilan puntos de inspección para mantener la seguridad de la zona y evitar la entrada del crimen organizado.
La policía comunitaria marcha en un estado en el que en 2017 hubo 2.318 homicidios, la cifra más alta de todo el país, según datos oficiales.
Sus uniformes los adorna la leyenda: «Podrán verme muerto, pero nunca rendido o humillado», atribuida al militar Heliodoro Castillo (1887-1917), quien luchó en la Revolución Mexicana en los inicios del siglo XX y dio su nombre al municipio donde se ubica Tlacotepec.
Una calurosa tarde de mediados de marzo, la policía comunitaria de Tlacotepec marcha con sus similares de comunidades cercanas como Apaxtla, Teloloapan y Eduardo Neri para mostrar su fuerza en una zona en la que solo se ven dos policías municipales de tránsito desarmados.
En el encuentro de miembros de policías comunitarias, algunos de sus líderes lanzan consignas como «uno a uno somos mortales pero juntos seremos eternos» y «Dios le va a dar la razón a quienes luchan por algo justo», que generan algunos aplausos.
La aparición de civiles armados en Tlacotepec no es ni casual ni nueva. En 2012 ya habían otros movimientos de autodefensa en varias zonas de Guerrero, muchos de ellos con la consigna de evitar las actividades del crimen organizado.
Se trata de levantamientos armados similares a los del vecino estado de Michoacán. Muchos de sus miembros tienen historias en las que un familiar fue secuestrado, extorsionado o asesinado, lo que, aseguran, les obligó a levantarse en armas.
Sin embargo, la línea que divide a la policía comunitaria del narcotráfico es borrosa o en ocasiones inexistente: muchos de los miembros admiten dedicarse al cultivo de la amapola, de donde se obtiene el precursor para la heroína.