Acapulco (México) (AFP) – Cuando 15 hombres armados irrumpieron en una de sus misas a inicios de 2017 para pedir una bendición, el padre Jesús Mendoza les pidió que dejaran los fusiles a un lado. «Con armas no hay bendición», le dijo al grupo en una iglesia del violento estado mexicano de Guerrero.
Una vez que le obedecieron, el padre rezó con ellos una oración por la paz: «Toca el corazón de quienes olvidan que somos hermanos y provocan sufrimiento y muerte».
La reacción del sacerdote evidencia el complejo trabajo de la Iglesia en zonas controladas por el crimen organizado en México, un país de mayoría católica.
Esa labor llamó la atención de todo el país a inicios de febrero, cuando dos sacerdotes murieron en un ataque armado en Guerrero y engrosaron a 21 la lista de curas que han sido asesinados durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, según cifras de la Iglesia Católica.
Tras el crimen, el obispo de la diócesis guerrerense de Chilpancingo, Salvador Rangel, reconoció que dialoga con el crimen organizado para mantener la paz en el estado.
«Estoy tratando de que no haya más asesinatos», dijo el prelado en una entrevista con la radio mexicana al mencionar que hace cerca de dos años conversó con un grupo para salvar la vida de un sacerdote.
Razones no le faltaban; en 2017 Guerrero tuvo 2.318 homicidios, la cifra más alta de todo el país, según datos oficiales.
El accionar de Rangel tuvo el apoyo de la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), una organización de obispos en el país.
«El señor obispo valientemente está haciendo su función y nosotros lo respaldamos», dijo a la AFP Alfonso Miranda, secretario del organismo.
Para el padre Jesús Mendoza, quien estuvo dos décadas al frente de una iglesia en un barrio violento del puerto de Acapulco, la reacción de Rangel es una «táctica de emergencia».
«Para bajarle al nivel de la violencia en algunos lugares hay que buscar eso», señaló a la AFP el sacerdote de 65 años en una pequeña oficina en la iglesia que hoy preside, en una zona rural cercana al puerto.
– Colapso –
En los 20 años en los que ofició en el puerto, Mendoza fue testigo del incremento constante de la violencia, que hoy se traduce en varios asesinatos al día.
«Empecé a entrar en contacto con familias de desaparecidos, de asesinados, de amenazados y pues es algo que nos tomó de sorpresa», contó el sacerdote de pelo cano, vestido con una sencilla camiseta azul con la que se funde en la comunidad como un poblador más.
Durante ocho años trabajó en un programa de atención y seguimiento a las víctimas. Sin embargo, también debía velar por su propia seguridad.
«Simplemente por habitar en un lugar de este talante de inseguridad somos víctimas potenciales. Eso lo tenemos que asumir y lo tenemos que integrar en nuestro estilo de vida», explicó tras oficiar una misa.
Pero había un elemento más silencioso que no había tomado en cuenta: su salud. «A diario estaba recibiendo toda esa carga (de violencia) y fue durante años. Aparte quizá no me cuidaba la cuestión de salud emocional», señaló.
Como consecuencia, colapsó. Dejó de servir por cinco meses, tuvo herpes y perdió la visión de un ojo.
«Es parte de todo ese contexto que va minando la salud», reflexionó con voz pausada.
– «Dios me los trajo aquí» –
Pese a todo, el trabajo de Mendoza no termina con las víctimas; también debe atender a los causantes de la violencia.
«He tomado una actitud de estar abierto a todos», dijo. «Me encuentro gente armada y los saludo. Yo busco en plan de pastor decirles ‘yo estoy aquí y estoy contigo, si algo necesitas de mí, estoy para servirte'».
Así se manejó durante siete años en la parroquia que dirigía en el puerto. En esos años al pie de la iglesia siempre había un «halcón», un vigilante del crimen organizado.
«Pasaron en esos años unos 15 ‘halcones’. Los cambiaban. Quiere decir que ya habían matado al anterior. Entonces yo buscaba sistemáticamente a estos muchachos», relató.
«Me presentaba y me ponía en actitud de hermano. ‘Yo estoy aquí, si algo puedo hacer por ti con mucho gusto’. A algunos de ellos hasta los invitaba a los grupos de la parroquia».
Por ello, cuando los hombres armados entraron a la iglesia que hoy dirige, el padre pensó: «Dios me los trajo aquí. Tenía que atenderlos y traían una necesidad espiritual, quizá distorsionada, pero aproveché para ayudarles a entender».